Mañana se celebra el Día Internacional de la Lengua Materna. Un concepto que, hace tiempo, el independentismo más irredento condenó al ostracismo. Hasta que se celebró el juicio del procés en el Tribunal Supremo, donde los acusados recuperaron ese término para exigir su derecho a expresarse en catalán. Y tenían razón. Como la tienen miles de castellanohablantes que viven en Cataluña y cuya lengua es considerada de segunda categoría por personajes que han hecho de la intransigencia su seña de identidad.

La alcaldesa de Vic o la consejera de Cultura, amparadas por el grupo Koiné, forman parte de esa radicalidad lingüística, exacerbada en los últimos meses ante la constatación de que el procesismo tiene sus días contados, que la unilateralidad baja enteros entre un electorado secesionista que se siente engañado y que la confrontación provoca hartazgo en la ciudadanía. Y pocas cosas hay tan viles y peligrosas como utilizar la lengua como arma de confrontación.

Esos talibanes lingüísticos han sacralizado un modelo de inmersión, avalado por los sucesivos gobiernos nacionalistas, abundando en la contradicción secesionista que supone relativizar ley y Constitución, mientras se asegura que ese sistema educativo no se toca. Igualmente incoherente resulta que los neoconvergentes hayan defendido a ultranza el derecho de los padres a la elección de centro, perpetuando así las subvenciones a los colegios de elite que segregan por sexo y los conciertos con la escuela privada en detrimento de la pública, pero no el de las familias que reclaman más presencia del castellano en las aulas.

Por lo visto, existen unos derechos individuales que el nacionalismo catalán considera dignos de proteger, los que tienen que ver con las creencias religiosas, pero no los que están relacionados con la lengua. Ahí priman los derechos colectivos y territoriales. Hasta el punto de que, entre los hooligans de la inmersión, se ha puesto de moda comparar el castellano con una lengua de colonizadores. Y también señalar al inmigrante que, lleve dos días o dos años en Cataluña, utiliza esa lengua. Que un presunto intelectual como Joan Lluís Bozzo obligue a un restaurante a dar explicaciones sobre el idioma que utilizan sus trabajadores da idea del nivel de clasismo que se gastan algunos adictos al boicot.

En lo que sí son coherentes estos campeones de la discriminación es en el incumplimiento de las sentencias judiciales que ordenan impartir el 25% de horas en castellano. Son muchas las resoluciones que obligan a la Generalitat a garantizar esa proporción, pero cada vez que se ha planteado la posibilidad de revisar el modelo lingüístico, la cuestión ha acabado como el rosario de la aurora. El propio consejero de Educación, Josep Bargalló, abogó por reforzar el castellano en aquellos colegios situados en zonas donde el catalán tiene un fuerte arraigo. Entidades como la muy subvencionada Plataforma per la Llengua, la que se dedica a espiar el idioma en que juegan los niños en el patio, arremetieron contra Bargalló, quien se envainó la propuesta, posteriormente recuperada por el PSC e igualmente criticada.

Y si políticamente ha sido imposible abordar un tema considerado tabú por el soberanismo más recalcitrante, pedagógicamente tampoco se ha podido realizar un debate riguroso y sin apriorismos sobre estos cuarenta años de inmersión. Y, sobre todo, si ese sistema consistente en primer un idioma por encima de otro, siendo ambos oficiales, ha fortalecido realmente la normalización del catalán. Si no ha sido así, como dicen quienes advierten de que peligra la supervivencia de este idioma ¿ha valido la pena esta guerra lingüística impulsada desde la época de Jordi Pujol? La respuesta es obvia.