Tenía que ser él. Jordi Puigneró, consejero de Políticas Digitales, se confiesa abiertamente defensor de esa Superliga europea de fútbol de existencia efímera, clasista y capitalista, donde el deporte es lo de menos. Lo importante es amasar más y más dinero por parte de determinados clubes. Puigneró, cuyo futuro en la política también apunta a breve, pues forma parte de esa antigua Convergència que el todopoderoso Jordi Sànchez quiere eliminar de Junts per Catalunya (JxCat) --el partido ha entrado en una guerra precongresual por demostrar quién es el secesionista más duro-- tiene la dudosa cualidad de convertir en propaganda todo aquello que toca.

Dice que la Superliga permite “salir del marco mental del concepto liga española”. Es decir, que aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el político se marca una cuña identitaria, a ver si así medra en su convulso partido. O en el Barça, pues ya se saben las estrechas relaciones que hay entre Carles Puigdemont y Laporta, defensor en la sombra de esa (súper) liga de hombres extraordinarios --no confundir con la película protagonizada por Sean Connery--. Aunque ya lo dijo en su día Mourinho: el fútbol es cosa de hombres –solo una mujer en las respectivas directivas del FC Barcelona y Real Madrid--.

La idea de trufar realidad e identidad en el deporte de Puigneró no dista tanto de esa NASA catalana que, debido a sus ínfulas independentistas, fue el hazmerreír de muchos, cuando en realidad se trataba de un proyecto para incentivar la industria aeroespacial catalana.

Más recientemente, Puigneró anunciaba el nacimiento de Catalunya Rural Hub, consistente en fomentar la deslocalización de profesionales digitales hacia entornos rurales poco poblados. Otro eslogan que obvia la falta de infraestructuras, cobertura 5G y fibra óptica en esas zonas despobladas. Una semana de estancia pagada en la comarca de La Garrotxa puede resultar interesante para esos expertos, otra cosa es que arraiguen en esa Cataluña vacía, necesitada de un verdadero plan integral.

Así es el modus operandi de este Govern en funciones, que ni gestiona ni lidera la economía catalana, pero mantiene su aparato de agitprop intacto al servicio de los intereses partidistas de cada conseller. Las negociaciones entre JxCat y ERC siguen, a día de hoy, encalladas, y eso ha disparado la instrumentalización de las instituciones catalanas por parte de dos formaciones rivales, que nada tienen ya que decirse porque ya se han dicho de todo.

Pero no pasa nada. Los más grave que la sociedad catalana ha normalizado esa parálisis gubernamental y tolera que los partidos independentistas den prioridad a su reparto de cargos y sus tacticismos electorales, mientras los problemas económicos y sociales se encallan. Lo preocupante es que arraigue la idea de que, gracias a los fondos europeos, los ERTE y las ayudas a los sectores afectados por la pandemia, Cataluña va tirando y no necesita un gobierno que lidere. Una visión cortoplacista que no tiene en cuenta la crisis que vendrá después. Pere Aragonès tiene en su mano romper el bloqueo impuesto por los duros de JxCat, pero prefiere adoptar un papel de sumisión a Waterloo durante dos años y convocar elecciones de nuevo, convencido de que, entonces, la diferencia con sus eternos rivales será más amplia que el 14F. Puede que tenga razón. O que el partido de Puigdemont se rearme y se monte una Superliga por su cuenta. De hecho, el independentismo ya actúa como una élite que no tiene en cuenta los intereses de la mayoría de los catalanes.