Vivir del pasado cuando el presente es tan duro y el futuro tan incierto resulta perverso. Me refiero a la obsesión del independentismo por (re)interpretar la historia a su medida. España es una nación de naciones, sí, pero ninguna es mejor que otra. Y eso es precisamente lo que el nacionalismo catalán intenta, una y mil veces, demostrar: que existe un territorio en España excelso y magnífico, que quiere soltar lastre de otras comunidades de inferior categoría.

Esa es la actitud que subyace de la candidatura de los Juegos Olímpicos de Invierno, en la que la Generalitat invita a sumarse a Aragón como si le hiciera un favor. No es de extrañar el cabreo del presidente Javier Lambán ante la prepotencia de un gobierno que expulsa a las empresas precisamente a tierras aragonesas por el exceso de impuestos, la falta de apoyo político y las trabas administrativas. Lo dice un demoledor estudio de la Cámara de Comercio de Lleida. Pero el Govern, ni caso.

En esa línea de pulsión historicista, Pere Aragonès ha decidido celebrar hoy, 14 de abril, el Día de la República. Pero Cataluña se avanzó unas horas a la proclamación de la segunda República española, de ahí el hecho diferencial que el president quiere destacar. No hace falta ser muy sagaz para leer entre líneas y comprender que, tras diez años de procesismo, ERC y Junts per Catalunya intentan mantener vivo el sueño húmedo de una república que no se proclamó en 2017. Lo hacen a nivel institucional y en un momento de enorme indefinición sobre la hoja de ruta a seguir para lograr la independencia. Esquerra sigue apostando por una mesa de diálogo con el Gobierno que la guerra en Ucrania, como no podía ser de otra manera, ha relegado a un segundo lugar. Los neoconvergentes se hayan divididos entre los seguidores de Carles Puigdemont y su gobierno fake de Waterloo, que promete más confrontación, sin aclarar qué significa eso, y quienes comienzan a darse cuenta de que los tiempos han cambiado, que el futuro exige nuevos liderazgos y estrategias, incluida la sociovergencia.

La Generalitat, como decíamos, conmemora hoy el Día de la República. Pero son los valores de esa etapa histórica de España los que deberían celebrarse los 365 días del año. Valores como la lucha contra la desigualdad, la defensa de los derechos de la clase obrera, la educación universal y el bilingüismo. Porque entre las primeras disposiciones del Gobierno de la República figuran las que hacen referencia a la mejora de la enseñanza, pieza clave de todo sistema contrario a los privilegios y defensor del talento, el esfuerzo y el ascensor social. Y lo hizo en clave de calidad, pero sin perder de vista las reivindicaciones catalanas.

Así, el 30 de abril de 1931 se publicó un decreto que regulaba el bilingüismo en las escuelas, consistente en respetar la enseñanza en lengua materna, fuese catalana o castellana, en los jardines de infancia, las escuelas de párvulos y las primarias, acompañada por la enseñanza del castellano a los alumnos catalanes a partir de los ocho años, y la organización de seminarios por parte de la Universidad de Barcelona para el perfeccionamiento del catalán. Lo explica Alejandro Tiana en su libro Las misiones pedagógicas. Educación popular en la Segunda República (Catarata). Absolutamente recomendable.

La protección que República española dedicó a la lengua catalana es un ejemplo a seguir, desde el punto de vista pedagógico y político. No se puede decir lo mismo de los gobiernos nacionalistas que han gobernado Cataluña desde la restauración de la democracia, para los que hay lenguas de primera y de segunda categoría. La Generalitat que más invierte en políticas sociales, según Aragonès, destina todo su esfuerzo educativo --porque todavía se está lejos de llegar a un gasto del 6% de PIB-- a crear agravios lingüísticos en las aulas y problemas que nunca hubo en las universidades.

Un gran pacto entre ERC, Junts per Catalunya, En Comú Podem y PSC pretendía flexibilizar un sistema de inmersión que nada tiene que ver con los entornos sociolingüísticos. Es un buen acuerdo, pero los neoconvergentes amagan ahora con descolgarse en su enésimo gesto de desprecio hacia los catalanes cuya lengua materna es el castellano.

Mientras tanto, el consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, gestiona la escuela catalana de espaldas a la comunidad educativa y se manifiesta junto a Aragonès --hoy por hoy, su único valedor-- en contra de las familias que reclaman que se ejecuten las sentencias que obligan a impartir un 25% de horario lectivo en castellano. Y no es que los tribunales estén cometiendo injerencias pedagógicas. Es que están aplicando la separación de poderes, según la cual, los gobiernos deben cumplir las leyes y las resoluciones judiciales. Sobre todo si, durante décadas, rechazan abordar pedagógicamente el conflicto lingüístico. La República intentó resolverlo nada más llegar.