Un conductor de Uber de una ciudad de Carolina del Norte, tras conocer mi origen barcelonés, me espetó este verano: "Vaya lío tienen ustedes ahí". Para dar algo más de correa al correcto transportista le repregunté a qué lío se refería. Ahí ya costó más proseguir: "Bueno, parece que tienen mucho lío con la separación". Tenía la música del asunto catalán, pero desconocía la letra.

Lo cierto es que el lío no ha decaído ni en pleno verano ni en el lugar más recóndito del planeta. Parecía que, salvo los actos relacionados con la conmemoración del primer aniversario de los atentados del año pasado, agosto estaría relativamente tranquilo en lo informativo. Más si se tiene en cuenta que el Parlamento regional está de vacaciones políticas hasta octubre. Pues no, no ha sido así.

El lacismo nacionalista no ha decaído y, por si alguien sigue escéptico, sigue creciéndose en algunos puntos de la autonomía. Atravesar Torroella de Montgrí (Girona) es una experiencia alucinógena del grado de enaltecimiento nacionalista que perdura, así como de comprobación in situ de la apropiación absoluta de los espacios públicos. Toda esta escalada simbológica e identitaria sabíamos que no acabaría bien. Empezó con las cruces de las playas y lleva un camino final que produce auténtico pavor. Por más que estuviéramos avisados, el riesgo no se aminora.

Mucho tiene que ver en el actual estado de sobreexcitación que los gobernantes insistan en levantar los ánimos de sus adeptos con postulados casi bélicos. Ha sido el presidente Quim Torra quien habló de “atacar” al Estado de manera descarada y sin el mínimo atisbo de ponderación en sus palabras, que luego en la siguiente bravata redujo a “actuar”. Carles Puigdemont pronuncia referencias similares desde Bélgica o Escocia, allá donde cuenta con una tribuna, y sólo el silencio responsable de los dirigentes de ERC hace albergar alguna esperanza de recuperación futura del seny.

Lo cierto es que la guerra de los símbolos acumula episodios lamentables. Hemos visto el nivel de enfrentamiento que se reitera entre quienes llenan pueblos y ciudades de símbolos amarillos y aquellos que prefieren eliminarlos. Las instituciones, sea el propio Govern de Cataluña, diversos ayuntamientos y hasta la policía autonómica, no ejercen con la imparcialidad que se les supone, sino que han optado por una de las visiones políticas de Cataluña, lo que supone situarse ante la contraria.

Que este fin de semana saltase una agresión física relacionada con los lazos es la peor noticia de cuantas hemos contado este agosto. Que encontramos locos de remate a un lado y al otro de cualquier posición es una obviedad. Coquetear con darles cobertura y justificar su violencia es impropio de una sociedad desarrollada, de sus dirigentes, de sus medios de comunicación y de sus fuerzas de seguridad. Tanto da si la nariz reventada lo fue por una discusión política pura o por una más formal y de tono cívico, como algunos han propagado para diluir su significado, porque lo único cierto y factual es que los lazos que ocupaban el espacio público fueron el detonante.

Sea como fuere, una agresión es intolerable. Un conocido sostiene que el independentismo irracional no remitirá hasta que haya un muerto sobre la mesa. Dice más: es el único lenguaje que hoy pueden entender la legión de jubilados, tietas y señoras maría que con ese asunto se comportan como depredadores hambrientos. Pero, a la vista de cómo andan las cosas en las últimas semanas, ni tan siquiera esa simplista reducción sociológica es una garantía de retorno a la cordura y al orden. Tanto odio suelto por el espacio público catalán no puede ser bueno para ningún objetivo y sólo puede derivar en lamentaciones.

Y, en ese marco, ver que los medios de comunicación y los profesionales del ramo que viven de la subvención se lanzan a justificar lo injustificable es deprimente. Peor todavía de lo que se espera de una república bananera o de una comunidad que vive bajo el influjo del máximo totalitarismo represivo. (Lean esta información y entenderán la larga relación de personas y personajes que se prestan a ello sin el más mínimo pudor). Recuerda, aunque les fastidie, al verdadero fascista Adolf Hitler que en agosto de 1939, cuando se acusaba a Polonia de llevar a cabo una limpieza étnica de la minoría alemana que vivía en el país, dijo lo siguiente a sus generales: "Proporcionaré un casus belli propagandístico. Su credibilidad no importa. El vencedor no será cuestionado por si dijo la verdad".

El uso de dinero público invertido en falsear la realidad presente, retorcer la historia y cincelar un futuro ideológico determinado es una práctica escalofriante. Peor aún, es estructural; jamás darán un paso atrás, son una industria floreciente, capilarizada en la sociedad en ámbitos diversos. Sus beneficiarios actúan como una legión romana. Antes se decía aquello de “calumnia, que algo queda” y ya sabíamos de qué iba la cosa. Hoy debe precisarse un poco más y sustituir “calumnia” por “subvenciona”. Sólo con ese pequeño cambio terminológico la fotografía es más exacta de lo que acontece cuando los líderes del independentismo hacen sonar el silbato.

¡Bienvenidos al nuevo curso!