El economista José Manuel Naredo escribió uno de los libros más duros sobre la transición, con un título muy elocuente: Por una oposición que se oponga (Anagrama). Naredo consideraba que la transición, desde el punto de vista económico, no había supuesto un gran cambio, y que las elites franquistas pudieron mantener su poder y sus conexiones con el Estado. Ahora hay diferentes interpretaciones sobre todo ello, con la asunción de esas tesis por parte, especialmente, de Podemos.

Sin embargo, se debería en estos momentos clamar por otro lema. España tiene por delante unos años que serán clave para su evolución política, económica y social. Con el ascenso de un partido de extrema derecha, como Vox, con el problema catalán enquistado si no se busca alguna alternativa viable con el concurso de todos, con una deuda pública enorme, y con un sistema productivo que es incapaz de ofrecer un horizonte a las generaciones más jóvenes, todo lo que no pase por grandes acuerdos, por consensos generosos, estará condenado al fracaso.

Por eso, el título de Naredo debería reformularse: Por una oposición que tenga el arrojo de pactar. Una de las decisiones más trascendentales que se ha tomado en el Congreso en los últimos años ilustra esa necesidad. Y debería llevar a la reflexión a partidos como PP y Ciudadanos, si no pueden formar gobierno, tras las elecciones del próximo domingo, y si de verdad quieren, como señalan en voz alta y estridente, que España siga adelante como país.

Nos situamos en el 27 de mayo de 2010. En el Congreso se inicia la votación para convalidar el real decreto ley de medidas de ajuste del gasto público. La Comisión Europea había exigido al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero que tomara medidas drásticas. España estaba inmersa en una crisis económica monumental, y el fantasma del rescate y de la intervención comenzaba a cobrar forma. ¿Qué ocurrió?

Los denostados nacionalistas catalanes de CiU –ciertamente hoy desdibujados y sin norte—decidieron abstenerse, permitiendo que ese decreto siguiera adelante, y dejando un cierto recorrido al Gobierno de Zapatero, aunque con la exigencia de que convocara elecciones en 2011. Fue Josep Antoni Duran Lleida, al frente de los diez diputados de CiU, quien tomó la decisión.

Mientras, el PP se negaba a aprobar el decreto, que no suponía tanto apoyar al Gobierno como al propio Estado del Reino de España. El PP quería derribar al Ejecutivo de Zapatero, al precio que fuera. ¿España? Connais pas. Sólo le interesaba recuperar el poder. Otro partido que decidió votar en contra fue Esquerra Republicana. Curiosamente, o no tanto, tras apoyar al Gobierno del PSOE, le dejaba en la estacada en el momento más relevante. Tampoco el PNV se prestó a convalidar el real decreto ley, y votó en contra.

Esas cosas hay que tenerlas en cuenta. Para saber qué se coloca en primer término, desde el punto de vista político, pero también moral. El decreto salió adelante, por un solo voto, y gracias, precisamente, a la abstención de Duran Lleida. ¿Quién actuó con mayor patriotismo? ¿Quién defendió España?

Si las encuestas no se equivocan, si todo apunta a un Gobierno de Pedro Sánchez, tanto PP como Ciudadanos deberían modificar su actitud. Es de vergüenza ajena el tono que utilizan, los ataques despiadados a Sánchez, como si fuera una especie de monstruo. Eso es lo que debilita el sistema democrático. Se pueden y se deben presentar alternativas, se debe acentuar la diferencia, pero no llegar a esos extremos, superando –por el perfil más rotundo que han decidido—incluso a Vox.

¿Y por qué lo hacen? El asunto que ha creado esas enormes divisiones es el problema catalán. En muchas ocasiones se ha destacado que el independentismo no calibró las consecuencias de sus actos y la reacción que iba a desatar en el resto de España. La irresponsabilidad de sus dirigentes ha sido mayúscula, y, de hecho, la podrían pagar cara en función de cómo quede el proceso judicial que se sigue en el Tribunal Supremo. Pero sin solucionar el problema catalán, no se podrá abordar nada en España, porque lo distorsiona todo, y porque mantendrá las disputas y el encono entre los partidos políticos españoles.

Y soluciones existen. Javier Aristu, en una entrevista en Crónica Global, ha señalado que se debería caminar hacia un modelo federal. Que será difícil, porque el nacionalismo catalán y vasco nunca han visto con simpatía esa posibilidad, porque rompe la idea de foralidad, y porque están ya con el horizonte de la independencia. Sin embargo, puede ser una de las únicas salidas. No parece que la sea la pasividad, la apuesta mecánica por un 155 perpetuo, el aislamiento, como si fueran leprosos, de partidos políticos que tendrán el próximo domingo cerca de 20 diputados en el Congreso.

Ese nacionalismo que se quiere arrinconar, porque ha perdido el juicio en los últimos años, es también el mismo que ha ayudado a la gobernabilidad de España, en momentos decisivos como en mayo de 2010 y a lo largo de la recuperación de la democracia, desde la transición. Los países tienen características propias. Y lo que no se puede hacer es cerrar los ojos y negarlas. Porque, ¿Es mejor cargar una y otra vez contra Sánchez, acusado de ceder --¿en qué?—frente a los independentistas? Se podría decir que es lícito para ganar unos pocos votos, pero ¿qué pasará a partir del 29 de abril? ¿No deberían ser todos los partidos los que tuvieran el arrojo de pactar y acordar propuestas para solucionar el problema?

Señalaba Artistu: “La diversidad no implica desigualdad. Cataluña tiene una historia, un factor de diversidad, que merece ser constitucionalizado”. ¿Por qué no una reforma constitucional que ponga al día lo que no se acabó de hacer en 1978, sin menoscabo de que los independentistas que se saltaron la ley asuman sus responsabilidades?