Comportamientos narcisistas. Actitudes personales, satisfacción de los anhelos de individuos que lo quieren todo, porque les han incitado a ello y les han indicado que la democracia era eso: todo se puede conseguir, sólo necesitas quererlo y dedicar esfuerzo. Lo que ocurre en Cataluña, con el pretexto de que es un mandato democrático para perseguir un proyecto colectivo, forma parte de un proceso más amplio, que se generó a partir de los años 60 y que ahora las democracias liberales no saben cómo gestionar. En ese contexto aparece Gabriel Rufián, con sus frases cortas, que funcionan como latigazos a sus adversarios políticos. Rufián entiende que la democracia le ampara, que Cataluña debe poder ejercer la autodeterminación, y que quien se oponga, sencillamente, no es un demócrata. ¿Por qué se ha generado este fenómeno?

Ese proceso lo recuerda Juan Claudio de Ramón en su libro Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Lo hace citando a Giovanni Orsina, profesor de Historia en la Universidad Luiss-Guido Carli de Roma y autor de La democrazia del narcisismo (Marsilio, 2018). La idea es que los populismos --y el independentismo ha sido en gran medida la manifestación del populismo en Cataluña-- afloran porque se produce un choque con la realidad, entre lo que la democracia promete y lo que ofrece finalmente.

De Ramón señala que “la autodeterminación colectiva ha prendido con tanta fuerza porque primero hemos abrazado un ideal de autodeterminación individual sin limitaciones (en lugar de uno donde el ejercicio de la autodeterminación, el único responsable, fuera precisamente el de ponerse límites a uno mismo)”.

Orsina lo explica con crudeza: “La democracia promete a quienes la habitan un espacio tendencialmente ilimitado de autodeterminación subjetiva: ‘podrás ser y hacer lo que desees’. Pero esta promesa es demasiado ambiciosa y la democracia sólo puede cumplir en parte. Para que funcione necesita ciudadanos de un cierto tipo: aquellos capaces de encontrar dentro de sí la disciplina, la capacidad de autolimitarse, que no puede venir de fuera. Sin embargo, la democracia no es capaz de crear este tipo de personas. Al contrario: justamente en virtud de esa promesa de autodeterminación termina generando la formación de seres humanos diametralmente opuestos. Y con el tiempo, al hacerlo, erosiona sus propios fundamentos”.

Lo que conlleva esa reflexión es terrible: se trata de la propia destrucción de las democracias. Por ello, no se puede dar por hecho que tal país o aquel otro cuenten ya para siempre con sistemas democráticos. Todo está en plena transformación, y lo que cuenta es que los propios ciudadanos sean conscientes de lo que tienen entre manos.

Juan Claudio de Ramón señala uno de los grandes problemas en Cataluña: sus ciudadanos --los independentistas en este caso-- interpretan el mundo “en función de sus propias necesidades psicológicas”. ¿Qué ocurre entonces? Que muchos se declaran independentistas “no porque lo necesiten o vayan a mejorar materialmente sus vidas, sino porque les hace ilusión”. Repetimos: ilusión.

Igual a Rufián le hace ilusión o únicamente se trata de que ha logrado una posición privilegiada y defiende un proyecto independentista y lo que haga falta.  

Orsina detalla que las democracias, para responder a esas nuevas demandas de carácter individual --recuerden el mayo francés de 1968-- trataron de parapetarse con una apuesta por la tecnocracia: organismos independientes, instituciones supranacionales, que funcionan sin atender a esa idea de “todo se debe votar”. Cuando intentan, realmente, dar respuesta a las mayores exigencias “democráticas”, se dan cuenta de que ya no pueden hacerlo. Han perdido poder, el mismo que han transferido a esa tecnocracia. ¿Entonces? En ese momento es cuando surgen los populismos contra esas democracias “formales”, “liberales”, que se ven demasiado sujetas a las reglas.

El problema es de órdago y las frases de Rufián en el Congreso son un pequeño ejemplo de lo que viene.