La transparencia está en peligro de extinción, en todos los ámbitos. En lo político, incluso los que emergieron en la escena pública a derecha e izquierda anunciando que con ellos empezaba todo tropiezan pronto con un mal encaje de la fiscalización. A nadie nos gusta que narices ajenas se metan en nuestro trabajo, pero en ciertas posiciones hay tendencia a confundir la propiedad individual con la de un conjunto al que se debe rendir cuentas.

Ocurre en el ámbito empresarial. Las grandes corporaciones de capital familiar como los Puig, Gestamp y Barceló, entre otros, son un rara avis. Los accionariados en los grandes grupos son cada vez más complejos, ya que el capital internacional busca dónde invertir y España, con Madrid y Barcelona a la cabeza, aún es un territorio atractivo.

Pero esto no parece cambiar ciertas formas de proceder en las cúpulas de las mercantiles. Especialmente, en los ejecutivos que llevan más tiempo en su cargo y que olvidan en ocasiones que se deben, precisamente, a ese colectivo que conforma su capital y no a sus deidades y ansias de poder. Germen en gran medida de escándalos como la salida de FG de BBVA o de lo ocurrido en Bankia con Rodrigo Rato, entre otros.

En el plano político, la torpeza de este tipo de actuaciones son mayores y más públicas. En Cataluña hemos tenido dos ejemplos de ello esta semana. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, retiró en el último minuto del pleno del viernes la votación para habilitar la compra del gimnasio social Sant Pau para personas sin hogar, una cooperativa en el barrio del Raval, por 9,7 millones de euros. Quería evitar de este modo un debate bronco para su formación política.

Y es que la cifra no se apea mucho de los 8,6 millones que el consistorio pagó por las casitas de la calle Encarnació en Gràcia, otra operación inmobiliaria que ha levantado polvareda. En este caso, rubricada por Eloi Badia. Frenó la promoción de un edificio de viviendas de lujo al catalogar por la vía exprés un árbol centenario ubicado en uno de los patios que frenó el proyecto. Ahora, el consistorio pretende lanzar una promoción de vivienda dotacional, pero el coste de la expropiación es tan alto que hace inviable una operación rentable.

En el Parlament el esquinazo a la transparencia fue más penoso. Corrió a cargo de la consejera de Presidencia y portavoz del Govern, Meritxell Budó, que se resistió a explicar de dónde salían los 440.000 euros que ha recibido Mediapro de TV3 para emitir su serie sobre el juicio a los promotores del 1-O en sede parlamentaria. Es más, declinó acabar con los rumores de que se habían desviado fondos para el Covid a engrosar (más) las cuentas de Jaume Roures y Tatxo Benet. Aunque solo sea para cubrir los costes de la producción.

Budó alegó que no tenían que responder a lo que consideraba que eran “injerencias políticas”. Hecho que no solo demuestra la falta de cintura de la exalcaldesa, también demuestra el descontrol en las finanzas públicas. La transparencia, en Cataluña, es solo una palabra socorrida para un power point.