“¡Ah!, es como si a veces un hombre hubiera esperado toda su vida para pronunciar unas palabras, como si esas palabras lo poseyeran por entero, lo retuvieran entre sus sílabas, haciéndole expiar todo el resto y portaran, en los pliegues del discurso, una mezcla de evidencia y de misterio, de grandeza y de trivialidad”. Ahí van esas geniales, originales, excelsas palabras: “El Estado tiene la culpa”.

En realidad, el original de esa reflexión aparece en 14 de julio (Círculo de Lectores), libro en el que Éric Vuillard habla de Mirabeau y de otros muchos protagonistas de la revolución francesa de 1789, y está adaptado a ese gran mantra que siempre ha utilizado el nacionalismo, exacerbado estos días a cuenta del supuesto déficit inversor del Estado en Cataluña. Obviamente, el revolucionario Mirabeau, el orador del pueblo partidario de una monarquía constitucional, nunca habría incurrido en ese tipo de simplismos.

¿Faltan infraestructuras? La culpa es del Estado. ¿Choca un tren de Ferrocarrils de la Generalitat contra un convoy de Renfe? La culpa es del Estado. ¿Colas en la AP7? La culpa es del Estado ¿Investigación sobre el fraccionamiento ilegal de contratos públicos? La culpa es del Estado. Y si a los convergentes les sale un alcalde rijoso en Naut Aran, ¿también es culpa es del Estado?

Y así todo. No importa que todas estas cuestiones tengan otras explicaciones más allá de ese eslogan nacionalista, donde el enemigo exterior se mezcla con la disonancia cognitiva. No importa que determinadas afirmaciones sean falsas. Hay dirigentes autonómicos que todavía creen en la amabilidad de los desconocidos (Blanche Dubois, Un tranvía llamado deseo), esto es, en la bondad de un electorado anónimo que, más llevado por la fe que por la razón, creerá a pie juntillas cualquier lema identitario porque esos medios --falsarios, tendenciosos…-- justifican un supuesto fin: la independencia de Cataluña.

Pero hace años que el procesismo se quedó en eso, en un medio oportunista sin objetivo final. En una forma de hacer política en la que todo vale para mantenerse en el poder. Que Ciudadanos y PSC ganaran las elecciones de 2017 y 2021 es un dato que el aparato político y mediático de los secesionistas se niegan a analizar, más allá de asegurar --de nuevo cegados por el victimismo-- que la formación naranja se aprovechó de las convulsas circunstancias --los comicios fueron convocados en base a la aplicación del artículo 155-- y que la victoria de los socialistas carece de importancia porque no logró formar mayoría parlamentaria.

Siendo muy benévolos, y obviando incluso que las encuestas de la Generalitat admiten que el apoyo a la independencia se ha desplomado en los últimos años, se podría aceptar que las formaciones no separatistas han sido incapaces de vencer al rodillo formado por ERC, Junts per Catalunya (JxCat) y la CUP --apoyados por motivos ideológicamente inexplicables por los comunes--, pero lo que no se puede negar es el hartazgo social que producen esas cantinelas soberanistas que, tras la pandemia y la guerra en Ucrania, suponen, más que nunca, un insulto a la inteligencia de los catalanes. Cobrar 130.000 euros por repetir, una y otra vez, que el Estado tiene la culpa, es obsceno. Es el sueldo que Pere Aragonès, que se deja arrastrar por sus socios neoconvergentes --también con sueldos cienmileuristas--, con mucha experiencia en agitprop y marketing político.

En el caso del supuesto déficit inversor, este medio ha dado cuenta de las falacias que giran entorno a esas afirmaciones. Si alguien tiene espíritu crítico y realmente está interesado en profundizar en esos datos, solo tiene que leer las informaciones publicadas por Crónica Global sobre gasto en Renfe, ejecución de gasto del Gobierno confrontada con la de la Generalitat y comparación de la inversión catalana con el resto de comunidades autónomas.

Hay que reconocer que los consejeros de JxCat han sido hábiles en aunar queja identitaria e intereses empresariales, pues hace muchos años que el mundo económico reclama más inversión en infraestructuras. Pero aquí sería oportuno preguntarse: ¿Quién manda realmente en Cataluña?

Ha querido la casualidad --o no, nunca se sabe en el mundo editorial-- que dos libros sobre la élite catalana hayan sido lanzados con pocos días de diferencia. Por un lado Els que manen (Saldonar), escrito por los periodistas Miquel Macià y Pep Martí. Por otro, La burguesía catalana (Península), del también periodista Manel Pérez. Por cierto, me parece sensacional que Martí haya entrevistado a su “competidor” Pérez en un alarde de deportividad y buen hacer profesional.

Los dos libros, obviamente con argumentos no siempre unánimes, concluyen que los poderes fácticos están desconectados de los representantes políticos, que echan de menos el pragmatismo de la antigua CDC que no ven en ERC. Más inconfesable es, para determinados sectores independentistas, admitir que, mientras las peleas entre Esquerra y Junts lastran la gestión del Govern, quien manda en Cataluña es Salvador Illa. Lo reconocen, aunque con la boca pequeña.

Sea porque el PSOE gobierna en España, sea porque aquella mayoría de 2021 es más importante de lo que parece, el líder del PSC se ha convertido en interlocutor de muchas empresas, hartas de la burocracia y las peleas de los socios del Govern. Los socialistas catalanes han sido determinantes en cuestiones como el desbloqueo de las instituciones que dependen del Parlament, donde destaca la renovación de TV3 y Catalunya Ràdio --atención a grandes líderes mediáticos que ahora admiten que la nostra podría haber sido más neutral--. También lo han sido en la aprobación, por amplia mayoría, de una ley sobre usos lingüísticos en la escuela en la que el catalán sigue siendo idioma vehicular, pero el castellano es reconocido como lengua de enseñanza.

Tras el carpetazo de la etapa Puigdemont, ese sector empresarial añorado del pujolismo vuelve a creer que una sociovergencia es posible. Y en ella, lógicamente, es clave el PSC, que puede elegir entre pactar con los sectores más moderados de JxCat --los turullistas-- o propiciar un nuevo tripartito de izquierdas. El tiempo, los intereses de Pedro Sánchez y las elecciones municipales de 2023 lo dirán.