Cuando la etapa álgida del procés empezó a quedar atrás, buena parte de los analistas constitucionalistas se preguntaron cómo se había llegado a esta situación. Una de las respuestas que más consenso suscitó fue que los sucesivos gobiernos desde la recuperación de la democracia habían cedido Cataluña a los nacionalistas. Hecho el diagnóstico, también se planteó el tratamiento: el Estado (entendido por la Administración General del Estado) debía recuperar cuanto antes su presencia en Cataluña.

Dos años después, seguimos sin aprender. Con el objetivo de conseguir una mayoría parlamentaria que le permita sacar adelante la legislatura, el Gobierno ha decidido aplicar la terapia diametralmente opuesta a la recomendada por los observadores: ofrecer nuevas competencias a la Generalitat y reducir las actuaciones judiciales contra los disparates del Govern, es decir, contraer aún más --si cabe-- la presencia del Estado en Cataluña.

La mesa de negociación entre el ejecutivo nacional y el autonómico que se inaugura este miércoles es un error. Un tremendo error. No solo por las contrapartidas que, inevitablemente, el Gobierno deberá apoquinar, sino por el inequívoco mensaje que se lanza a propios y extraños de que se premia a los desleales. Todo ello aderezado con la mofa y el chuleo del Govern a la hora de incluir entre sus representantes a Josep Maria Jové, imputado por el procés y su principal relator.

Si la cesión ininterrumpida de competencias a la Generalitat durante cuatro décadas buscaba apaciguar al nacionalismo, su rotundo fracaso --la estrategia del contentamiento nos ha llevado a dos declaraciones unilaterales de independencia y ha dejado una Cataluña envenenada para las próximas generaciones-- debería habernos hecho escarmentar y plantearnos otros caminos. No tiene sentido seguir insistiendo en una metodología que se ha demostrado fallida.

Es sorprendente constatar que los que reclaman la cesión de la gestión del aeropuerto de Barcelona a la Generalitat (con el argumento de que así se incrementaría la rivalidad con el de Madrid por hacerse con las rutas y haría más competitivas ambas infraestructuras) sean los mismos que ponen el grito en el cielo cuando la Comunidad de Madrid pugna por quedarse con el Mobile World Congress, o cuando reduce los impuestos por debajo del resto de CCAA. ¿En qué quedamos? Mayor autonomía --y, por tanto, mayor desigualdad-- tiene un precio. No todo pueden ser ventajas.

Del mismo modo que son insólitas las críticas a la transferencia de competencias al resto de CCAA una vez las ha conseguido la Generalitat. ¿Acaso se trata de ser más que los otros?

La ininterrumpida acumulación de competencias por parte del ejecutivo autonómico de Cataluña nunca ha respondido al criterio de optimizar la forma de satisfacer las necesidades de los ciudadanos (pues sus derechos no deberían depender del modelo de Estado). Los gobiernos han utilizado este proceso de descentralización permanente como un modo de comprar estabilidad a cambio de la lealtad de los nacionalistas. Mientras que estos han visto en él una manera de acumular poder para un día poder desconectar del Estado.

Parece razonable concluir que la abrupta ruptura de esa lealtad que ha supuesto el procés debería tener consecuencias para el proyecto nacionalista, un precio en forma de recuperación de competencias por parte del Estado. Y esa es la oferta que el Gobierno debería llevar a la mesa de negociación con la Generalitat: elijan ustedes entre perder algunas o muchas de las competencias que tienen. Que, por una vez, sean los nacionalistas los que cedan.