En las próximas horas, los políticos en prisión por sus presuntos delitos llegarán a cárceles catalanas. Para el independentismo será una nueva fiesta, un aquelarre más de simbología nacionalista que sumar a los acumulados en los últimos años. Habrá manifestaciones, las carreteras estarán decoradas para la ocasión, se silbará a las furgonetas de la policía... en definitiva todo lo habitual en estos casos.

Pero que los políticos que han vulnerado la ley y propiciado un golpe al Estado sigan en prisión preventiva no es sólo una cuestión humanitaria como los buenismos de Jordi Basté y otros comunicadores de la causa quieren hacer creer. Son también, y no es menor, una lección para aquellos que consideran que el ejercicio del poder permite modelar la democracia a conveniencia y pasarse por el arco del triunfo las leyes y normas comunes.

Verán como habrá mucho ruido pero escasas nueces. Podemos apostar un guisante a que en los próximos años nadie desobedecerá en el ejercicio del poder administrativo autonómico. Todos saben que las amenazas que un PP acomplejado lanzaba no son sólo la respuesta al marketing político del nacionalismo catalán. Eran, y así se ha podido ver, una advertencia sobre cómo funcionan los resortes de cualquier Estado moderno al que se quiere minimizar, dividir o separar sin ningún tipo de reconocimiento internacional, mayorías sociales suficientes o capacidad política para asumir determinadas iniciativas.

A los Jordis y a los exconsejeros que están en prisión no los ha encarcelado el deprimido PP, sino la justicia española que, en estricto cumplimiento de la Constitución y las leyes que de ellas emanan, considera que unos señores se saltaron a la torera todo el ordenamiento jurídico para hacer lo que les parecía más conveniente a una parte significativa, pero no mayoritaria, de los catalanes.

No, no es solo un juez, como dice el bueno de Basté repitiendo hasta generar angustia cada mañana, sino un representante del poder judicial, uno de los tres del Estado con independencia y garantías de neutralidad que otros no han sabido ni sabrán ofrecer jamás, quien los ha tenido, los tiene de hecho, entre barrotes.

Uno de los prisioneros por incumplimientos políticos de la ley, el republicano Oriol Junqueras, es quien mejor ha aprendido la lección. No es de fiar a futuro, pero en términos de presente tiene claro que saltarse a la torera la norma legal tiene consecuencias. Lo sabía antes, cuando explicaba a sus próximos que sólo quería que sus hijos no sufrieran las consecuencias de sus actos, y lo sabe ahora, más tarde, al comprobar que el encarcelamiento sólo castiga a quienes se exceden en sus derechos y libertades hasta conculcar las del resto. Junqueras no querrá jamás retornar a Estremera, Soto del Real o cualquier otro de esos alojamientos gratuitos de los que él y otros políticos catalanes han dispuesto en las últimas fechas.

Quizá para ellos sea el mayor aprendizaje de todo este tiempo. Los excesos se pagan, sea con la moneda que corresponda en cada caso, pero se pagan. Mientras hoy la prensa hiperventilada de nacionalismo catalán supurará proximidad con el acercamiento de los presos, los protagonistas de sus informaciones seguirán reflexionando sobre la fuga, la reiteración delictiva u otras figuras legales que apenas conocían hace apenas un año.