La crisis del coronavirus ha entrado ahora en la carrera entre administraciones para definir un calendario de vacunación, la medida con la que se intenta vender algo de optimismo a una ciudadanía que empieza a mostrar signos de hartazgo. Se ha entrado en una etapa en la que el cansancio derivado de las restricciones nos lleva a la fase de aceptación de las consecuencias más negativas de la pandemia, las complicaciones de quienes desarrollan la enfermedad e incluso el ingente número de muertos. Con la Navidad a la vuelta de la esquina, una ventana de normalidad y de oxigenación ante un inverno que será duro (incluso se intuyen confinamientos severos) deviene necesaria. Tanto como extremar las medidas de precaución.

Nos hemos acostumbrado a vivir en el paradigma de la distancia social y, por mucho que se prometa que el mundo volverá a una relativa normalidad en verano, los buenos designios y la fe en la ciencia tienen ciertos límites. Son tan razonables las dudas sobre los efectos reales de las vacunas como la necesidad de empezar a planificar un verano en el que se pueda recuperar lo que era la vida antes de marzo de 2020.

Esto requiere de un ejercicio común sin precedentes (especialmente de los que están en las esferas de poder) para definir la España postpandémica. Aunque llegue más tarde del verano de 2021, es obligado emprender este debate lo antes posible. Y lo es porque los destellos sobre el futuro que nos llegan son alarmantes.

Antes de la explosión del coronavirus la sociedad buscaba respuestas a grandes cuestiones abiertas del siglo XXI. Los deberes que teníamos pendientes se habían identificado en la Cumbre del Clima de Madrid y la patronal había tomado una delantera inaudita --y que les refuerza como organización social-- sobre cuál era el gran reto una vez pasado página de la crisis económica de 2008: abordar los salarios. Hacer frente a una cuestión tan básica como que la economía de un país no puede tener como principal activo las retribuciones bajas.

El Covid-19 se llevó por delante estos desafíos, y el entorno que se dibuja una vez se supere la emergencia epidemiológica es, sencillamente, pesimista. Lo que nos espera es una España más precaria y más abonada que nunca al modelo low cost, hecho que compromete el futuro y que requeriría de un esfuerzo común inaudito para evitar que eclosione. Para intentar que sea una realidad transitoria y que la gran recuperación que se estima en los planos macroeconómicos también llegue a la micro del país.

Por ahora las únicas iniciativas que se han escuchado en este sentido son una propuesta pueril de un reparto activo del trabajo con jornadas más cortas y semanas laborales de cuatro días. Cuestión que se debería evitar con todo el empeño posible. Sí que se repartirá el empleo, pero a costa de universalizar su precarización. Y aunque el objetivo inicial sea noble, la realidad es aplastante.

Quedan meses para que España (y el resto del mundo) recupere esta normalidad ansiada. Y el mundo postpandémico no será exactamente igual al de febrero de 2020. Hay tiempo suficiente para planificar y trabajar. De rehuir de este escenario de fragilidad económica general y buscar soluciones. No serán sencillas, ya que el reto es mayúsculo. Pero esconderse debajo de la mesa no es buena opción. Y, por desgracia, es una de las cuestiones en las que España es puntera.