Si alguna cosa del programa que convirtió en alcaldesa a Ada Colau tenía un cierto sentido común era la reflexión acerca de qué modelo turístico necesita Barcelona. La ciudad se ha convertido en los últimos años en un templo de los viajeros internacionales y lo que es bueno para la actividad colectiva de la ciudad acarrea inconvenientes para algunos de sus habitantes. El necesario equilibrio entre los recursos que incorpora y los que detrae el turismo es ciertamente un debate político necesario.

Otra cosa diferente es cómo Barcelona en Comú aborda la cuestión. De entrada es interesante que se debata y que la ciudadanía participe de la constatación de que existe un problema y una necesidad: definir cuál es el modelo más adecuado de desarrollo turístico de la ciudad. Dicho eso, Colau empezó de forma correcta pero a los cinco minutos pensó que su fuerte era la política del escrache y paralizó de golpe y sin sentido cualquier actividad de crecimiento turístico en materia hotelera. Menudo susto, que luego suavizó parcialmente, en una de esas marcha atrás tan definitorias.

Barcelona se ha convertido en una mina para el business de los viajeros. Tiene buen clima, amplio reclamo cultural y unos atractivos urbanísticos y de ocio que pocas ciudades del planeta pueden esgrimir. Nadie pasa por Europa sin darle un ojo a la capital mediterránea y ningún europeo que se precie deja de visitar, en uno u otro momento de su vida, la Barcelona de los prodigios, que diría Eduardo Mendoza.

Son constataciones que deberían alegrarnos si no tuvieran un reverso cada vez más perverso. El uso de la ciudad está concebido para sus habitantes y no para los visitantes, lo que hace que en ocasiones unos y otros colisionen en derechos y obligaciones. El caso de la proliferación de pisos turísticos es una de las más claras vulneraciones de los espacios mutuos, esos que comparten los nativos con los que quieren conocer y vivir el territorio vacacional.

Que los ciudadanos de Barcelona se hayan lanzado en tromba a alquilar sus viviendas vacías (e incluso las que no lo son) para convertirlas en acomodos de turistas está provocando que muchas comunidades de vecinos se encuentren con intereses diferenciados en su seno: los de sus ocupantes habituales y tradicionales y los de aquellos que han visto como su vivienda se convertía en un oneroso negocio de la noche a la mañana. La visión del espacio compartido, lógicamente, cambia y genera no pocos conflictos.

Las administraciones tienen la obligación de contribuir a la máxima confortabilidad de sus habitantes. Pero la dimensión no es única: los que viven Barcelona tienen todo el derecho a hacerlo con la mejor confortabilidad posible; eso incluye, además, con la mejora contextual que supone que el turismo genere más empleo y oportunidades laborales para los habitantes de la ciudad y su entorno. De la misma manera que se estudia el acceso diario de vehículos a la gran ciudad y Londres ya impuso un peaje, los usos y costumbres del turismo son susceptibles de revisión.

El actual equipo de gobierno tiene una excesiva propensión grandilocuente a regular en exceso. Deben actuar, es cierto, pero debe estudiarse cómo

Con todo, la gallina de los huevos de oro no se puede dedicar a caldo. Conviene mimarla y conseguir que no defallezca, pero impedir que defeque en las aceras o se deje las plumas por las calles barcelonesas. Eso se llama equilibrio, regulación y aplicación del sentido común a la política. Es dudoso que el actual equipo de gobierno sepa hacerlo porque demuestran con excesiva frecuencia su tendencia a la grandilocuencia de regular en exceso. Nadie pone en duda la necesidad de que el gobierno municipal ejercite las competencias que posee, el problema casi siempre radica en cómo se lleva a cabo. ¿Debe intervenir?, sí. ¿Puede emplear cualquier práctica? Mejor que no.

El sistema de delación que ha puesto en marcha con cartas masivas a los ciudadanos da un resultado discutible. Sólo se salva si puede acarrear un ejemplo aleccionador positivo. De todas maneras, sería mucho más fácil hallar sistemas que permitieran que los barceloneses pudieran usar sus viviendas como activo turístico, siempre y cuando la ciudad se beneficiara con, por ejemplo, un impuesto de bienes inmuebles bastante más elevado que el abonado por quienes no poseen licencias. Se trata de un tributo estrictamente de obediencia municipal y que podría compensar, en parte, los ruidos, las molestias que generan los ocupantes de viviendas ocasionales y reparar el uso intensivo que esas prácticas supusieran en las comunidades de vecinos mediante cuotas vecinales más elevadas. Todo el mundo haría sus números y la ciudad se podría equilibrar casi automáticamente. Eso y alguna norma racional podría bastar. Dicho en román paladino, menos ruido y más nueces.