Es una obviedad que ayer no hubo una huelga general en Cataluña. Los principales sectores de la economía trabajaron a buen ritmo, se consumió más energía que un día laborable normal y los convocantes del paro en contra de los encarcelamientos de una parte del Govern destituido de la Generalitat fracasaron en su intento de hacer daño a la economía del país para defender sus tesis.

Que no consiguieran afectar el funcionamiento de la marcha productiva no significa, sin embargo, que no tocaran las narices bastante. Lo hicieron con bloqueos concretos en las vías y elementos de transporte y comunicaciones que son más difíciles de controlar: carreteras y trenes. Eso bastó para que Cataluña volviera a ser un país cabreado en las carreteras y en las estaciones ferroviarias por las molestias que esas acciones provocaron entre el conjunto de la ciudadanía.

El paro general naufragó y lo que sucedió es que la parroquia llegó un poco más tarde a sus trabajos o que se vio obligada a anular alguna reunión, encuentro, visita o similar.

Hecha esta reflexión conviene analizar esa nueva forma de protesta, lucha o movilización que pasa por la línea antisistema de la CUP. Persigue, sobre todo, hacer patente ese eslogan de cuanto peor, mejor. En especial en la economía. No les importa que la actividad productiva se resienta. Al contrario, lo procuran porque piensan, como incluso ha propuesto alguno de los suyos, que la única forma de enfrentarse al Estado español es ya por la vía de aumentar su prima de riesgo. Son inconscientes e irresponsables, pero no crean que son tontos del todo.

El problema de la estrategia antisistema --del cuanto peor, mejor-- es que la ciudadanía empieza a cansarse de sus procedimientos, por más que llamen la atención

El problema con que se encuentran es que la ciudadanía empieza a cansarse de sus procedimientos, por más que llamen la atención. Hubo conatos muy serios de enfrentamientos entre afectados por los cortes y bloqueos y los propios activistas independentistas en los que tuvo que mediar el cuerpo de los Mossos d'Esquadra para proteger a los manifestantes de la ira ciudadana.

En el sustrato de su actuación irresponsable hay que buscar, en muchos casos, la extracción social de buena parte de ellos: estudiantes sostenidos por familias de clase media, pequeños productores agrarios y, como no, políticos liberados y financiados por todos nosotros, incluidos los que acudimos a trabajar. La revolución de las sonrisas empieza a ser cómica porque pierde credibilidad quien acaba afectando a los que honradamente deben ganarse la vida a diario y no pueden dedicarse sólo a sonreír. Los piquetes que actuaron son tan pijos que ninguno de ellos se concentró antes de las 6 de la mañana, cuando abren los primeros turnos de las fábricas y cuando la silicona y los fuegos a tierra de los polígonos industriales son más habituales en las huelgas generales convocadas por razones laborales o sociales.

Esta revolución de tarjeta de crédito y papás burgueses, unida al pijerío funcionarial de parte de la enseñanza pública y algunos otros ámbitos, es una muestra del país en el que viviríamos si triunfasen las tesis no de los independentistas, sino de quienes se dedican a la revolución permanente, al acoso y derribo a la economía y al onanismo utópico. Por fortuna, los sindicatos de clase catalanes ya los han dejado en la estacada. Eso es una buena noticia. También nos han enseñado que cuando ejercen de piquetes prefieren madrugar más bien poco. La kale borroka a la catalana puede esperar al mediodía...