En el diseño inicial de los fondos de pensiones complementarios del sistema público de la Seguridad Social los planes individuales compartían protagonismo con los de empresa, también llamados de empleo. El Gobierno socialista de entonces introdujo en el panorama del ahorro español esta fórmula de largo plazo con la idea de garantizar el futuro de la previsión social.

El Gobierno actual, del mismo color que aquel de 1987, se ha propuesto finiquitar los planes personales porque son “claramente regresivos”, en palabras de la ministra de Hacienda, María Jesús Montero. Puede que tenga razón porque la drástica reducción de las aportaciones máximas de 8.000 euros anuales a 2.000 que se ha aplicado este año ha provocado una caída de las contribuciones del 94% en el primer semestre de 2021, lo que indicaría que, efectivamente, este instrumento ha estado beneficiando de forma casi exclusiva a las rentas más altas.

El objetivo de ahora no es eliminar el sistema privado, sino hacerlo más efectivo. Para José Luis Escrivá, el titular de Seguridad Social, esa mejora pasa por apoyar definitivamente los planes de empleo. Al final, la cantidad máxima desgravable sumando ambos productos de ahorro sería la misma --10.000 euros--, pero inclinando la balanza a favor de la fórmula colectiva, que hasta ahora cuenta con poca aceptación, básicamente porque las empresas no han querido hacer de gestoras de la jubilación de sus trabajadores.

Los planes individuales tienen 7,5 millones de partícipes en España, y atesoran un patrimonio de 84.300 millones de euros. Los de empleo no llegan a los dos millones de beneficiarios y acumulan unos 36.300 millones.

La idea de Escrivá es constituir un superfondo casi obligatorio. Sus comisiones serían mucho más bajas que las que aplican los gestores actuales, que siempre ganan porque se quedan una parte del patrimonio, independientemente de si hay o no beneficios. El modelo que anida tras la ley de reforma de los planes de pensiones que estará lista antes de que acabe el año, es el plan simplificado de pensiones para empleados (SEP) que ha tenido mucho éxito en otros países. Las aportaciones empresariales, que tienen un buen tratamiento fiscal, actúan como elementos de atracción y retención del talento porque al final no son otra cosa que un salario diferido.

El propósito es muy bueno, sobre todo teniendo en cuenta que la jubilación del baby boom local presionará como nunca al sistema público. Aunque llega en un momento delicado.

Muchas empresas españolas tienen dificultades para formar plantillas estables y cohesionadas porque en la escala de valores de las nuevas generaciones el empleo ha desparecido; más que un objetivo es un incordio. El convencimiento de que no vale la pena luchar por un futuro que jamás les permitirá vivir igual que sus mayores y la falta de alicientes lleva a muchos jóvenes a dosificar sus esfuerzos laborales, de manera que prefieren un empleo peor remunerado, pero más cómodo, con menos horas y, sobre todo, menos tensión.

Una actitud frente a la vida que tendrá repercusiones en las finanzas públicas y en prestaciones como el subsidio de desempleo y las pensiones. Tratar de convencer a esos trabajadores de las bondades del ahorro es tarea inútil, entre otras cosas porque su capacidad es reducidísima y prefieren destinarla al ocio.

El pago diferido de una aportación para su futura jubilación en torno a los 70 años, o incluso más allá como ha sugerido el propio Escrivá, tampoco parece que tenga muchas posibilidades de entusiasmo. Es inevitable preguntarse si el primer paso no debería consistir en integrar a la gente joven, en convencerles de que el esfuerzo vale la pena, como ha ocurrido siempre. Pero es muy difícil porque esa incorporación al mundo de sus mayores pasa necesariamente por la ejemplaridad y la lucha contra la degradación social y política en que vivimos. No es tarea de un partido, ni de un Gobierno, sino del propio país en su conjunto.