Con una España de crisis permanente en lo institucional, deberíamos modificar algunos lugares comunes sobre la justicia del país. Desde aquel histórico y comentado exabrupto del jerezano Pedro Pacheco (“la justicia es un cachondeo”) de 1985 a nuestros días han pasado demasiadas cosas para mantener determinadas visiones sobre uno de los tres poderes del Estado.

Leer que Rodrigo Rato y Miguel Blesa se sentarán en el banquillo por la trama de las tarjetas black es una prueba indiscutible de que la justicia existe. Saber que un miembro de la familia real, la hermana del rey e infanta del país, también deberá dar cuenta de las andaduras fiscales que pudo haber cometido junto a su marido es inaudito, porque es difícil, por ejemplo, ver a la esposa de un narco en el banquillo.

Están sucediendo cosas en el país más a golpe de justicia que de política en sentido clásico. La policía y los jueces son quienes están aflorando casos de corrupción, como el PP valenciano, que claman al cielo. Son los artífices de que hayamos conocido al fin la trama de relaciones clientelares que se vivía en la Generalitat catalana durante los años de mandato de Jordi Pujol. Por no hablar de la Gurtel, los ERE de Andalucía…

Sin la justicia, su parsimonioso caminar y su a veces incomprensible garantismo España tendría hoy otra morfología. Hay jueces que luchan incluso en tribunales europeos para lograr modificar leyes antiguas como las hipotecarias, otros dieron la cara en su día desde la Audiencia Nacional contra el terrorismo. En Cataluña deberán dirimir si Artur Mas se equivocó el 9N, si Oriol Pujol fue un traficante de influencias, si el 3% era un guarismo o un modus operandi… 

Sí, lo sé, su lentitud desespera. Lo formal de la justicia es lo más exasperante. Esas montañas de archivos en juzgados colapsados son más propias de países menos civilizados que el nuestro. Pero, incluso aceptando esos gravísimos hándicaps que arrastra, la justicia funciona. Diría más, suerte de ella.