En Cataluña tenemos motivos más que suficientes para asegurar que la fe del converso es mucho más intransigente que la del creyente de toda la vida. Ha pasado con Convergència, que tras echarse al monte del independentismo unilateral, ya no sabe cómo bajar.

Ocurrió con el procés, donde el partido de Jordi Pujol irrumpió ya como PDeCAT para después sumergirse en las procelosas aguas de Junts per Catalunya (JxCat), donde convive una imposible transversalidad soberanista, y ha ocurrido ahora con las políticas de vivienda. De tanto abjurar de su derechismo, de sus recortes y de su conservadurismo ultramontano, los neoconvergentes se han pasado de vueltas y ahora defienden una norma que, según advierten los jueces, supone validar la ocupación de pisos en detrimento de los derechos de los propietarios.

Empeñados en demostrar que la base de JxCat no es de derechas, el partido de Quim Torra, Carles Puigdemont y el líder actual del lobby de Sant Cugat, Damià Calvet, han abrazado el ideario de los antisistema, que cuestionan el derecho a la propiedad, mediante un nuevo decreto de vivienda a todas luces inconstitucional. No solo lo aseguran los jueces de la Audiencia de Barcelona, que según el secesionismo están al servicio de un "Estado opresor". También los juristas que integran el Consejo de Garantías Estatutarias (CGE), esa especie de tribunal constitucional a la catalana que vela por el ajuste de las leyes autonómicas a la Constitución y al Estatut. Y lo dicen por unanimidad.

Que no nos sorprenda la tendencia del Govern por incumplir sentencias --las que, por ejemplo, obligan a aumentar el número de horas de castellano en los colegios catalanes-- o las reglas de juego del Estado de derecho no significa que el bochorno sea menor. Los partidos que dan apoyo a este agónico Govern, JxCat y ERC, apoyados por la CUP y los comunes, votaron ayer en el Pleno del Parlament una reforma legal cuya finalidad era encomiable, aprobar medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda a las personas en situación de vulnerabilidad. Y para ello, instar a bancos y grandes empresas a mover su parque de viviendas.

Sin embargo, al consejero de Territorio, Damià Calvet, que durante su mandato se ha dedicado a hacer negocio con el suelo público, mientras los desahucios y las listas de espera para lograr una vivienda social se multiplicaban, le ha entrado la prisa por aprobar el que estaba llamado a ser su proyecto estrella, que ya nació estrellado, pues recordemos que tuvo que dar marcha atrás en un primer plan ante la falta de acuerdo. Luego se le adelantó ERC con otra norma, impulsada en este caso por la Consejería de Justicia, en plena campaña para las elecciones municipales.

La doble inseguridad jurídica de este decreto, inconstitucional y que además pone en tela de juicio el derecho a la propiedad, es coherente con las decisiones que, desde aquellas fatídicas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre de 2017, han tomado los partidos independentistas para legitimar una unilateralidad imposible. También entonces, los separatistas ningunearon al CGE, es decir, a sus propias instituciones, pues tanto este órgano como los letrados del Parlament avisaron de las consecuencias de sus actos. El resto ya sería historia si Torra no se empeñara en demorar el anuncio de la fecha de las elecciones catalanas, tras haber constatado que esta legislatura ya no se sostiene.

Que Ciudadanos le tildara de okupa, algo que le indignó mucho, tenía ese doble sentido: el de ostentar un cargo en funciones para el que ya no está legitimado --la confirmación penal de su condena de inhabilitación está al caer-- y ser máximo responsable de un decreto de vivienda que avala la ocupación.

Ambas cosas son corregibles, pues elecciones las habrá y, con ellas, Cataluña tendrá la oportunidad de pasar página a una etapa oscura y decadente, y la norma aprobada ayer acabará en el Tribunal Constitucional. Pero se nos va a hacer tan largo…