Suficientes para que los vecinos no los quieran juntos al lado, porque son ruidosos. Bastantes para levantar la voz conjunta y hacerse notar alrededor. Sí, los independentistas son más que antes; son muchos, pero no son todos. Los catalanes templados somos más, con independencia de que el marketing político no acompañe a los que hace tiempo que debemos pronunciarnos de manera obligatoria por expreso deseo de los soberanistas.

La Cataluña actual vive conmocionada por la tensión que sus líderes políticos han generado entre la sociedad civil. El debate hace tiempo que dejó de ser sobre calidad democrática, referéndum sí o no o, en última instancia, nacionalismo de la postverdad o nacionalismo clásico. Desean, trabajan, propugnan, persiguen y viven para abrir una discusión sobre la continuidad con España, como si ese fuera un debate posible en estos tiempos y con objetivos locales inconfesables.

En el último aquelarre del nacionalismo de este domingo volvieron a reunirse unos pocos. Eran 40.000, según las asociaciones del independentismo servil y subvencionado, y unos pocos menos según Sociedad Civil Catalana, que tiene la manía de contar manifestantes para desespero de organizadores de protestas, y que situó la asistencia en 24.500. Insisto, muchos. Pero no todos, que es lo que piensan que son, que es en nombre de quien piensan que son representativos.

Habrá quien diga: pues contémonos de una vez vía referéndum. Imposible. El gobierno de Mariano Rajoy no puede permitir ni tolerar que nadie en España se salte las reglas a la torera por caprichos políticos. Tanto da de qué ámbito se hable. Lo que intentan Carles Puigdemont y sus consejeros y diputados es practicar el salto de pértiga sobre la legislación mientras se hacen fotos junto a carteles que hablan de democracia, como si ley y democracia fuesen conceptos disociables.

Los valientes somos quienes nos mantenemos firmes contra las veleidades soberanistas. Lo fácil y económicamente rentable es situarse al lado de quienes promueven la secesión, ya que cuentan con dinero público y pólvora del rey para sus fines

Por fortuna, en esta ocasión no habrá referéndum ni tan siquiera butifarréndum. Permitir que el nacionalismo desafiante se crezca supone, como se ha visto, que su insaciable sed de poder en el virreinato aumenta cada día que pasa. Pero su legitimidad, y ellos también lo saben, decrece en la misma proporción. De ahí que intenten secuestrar por enésima vez a la opinión pública más dócil a favor de una consulta supuestamente democrática que sólo ellos amparan y consideran legal.

Escribo el adjetivo dócil con conocimiento de causa. Hoy los verdaderamente revolucionarios en la Cataluña de obediencia nacionalista no son los de las CUP o quienes tienen veleidades de martirologio independentista. Al contrario, los valientes somos quienes nos mantenemos firmes contra las veleidades soberanistas. Lo fácil y económicamente rentable es situarse al lado de quienes promueven la secesión, ya que cuentan con dinero público y pólvora del rey para sus fines. Lo arriesgado y avanzado es hoy lo contrario, remar contra la corriente y con riesgo de señalamiento y ajusticiamiento por parte del corpus independentista y sus allegados.

Por eso, aunque sea justo reconocer que el independentismo volvió a reunirse en público ayer y mostró una cierta cohesión, lo cierto es que son muchos pero menos de los que quisieran, menos de los que presumen y bastante inferiores en argumentos y calidad democrática por más que vendan lo contrario. Están, incluso, agotando sus cartuchos argumentales. El uso de nuevos poetas del pueblo como el deportista Josep Guardiola o el cocinero Fermí Puig dice cada día más de su escasa profundidad y calidad intelectual. Su lucha no es otra que mantener un poder regional con la misma vehemencia que quien se atrinchera en la presidencia de la comunidad de vecinos. No son todos, que es lo que desean y es de lo que se vanaglorian. Y así se verá pronto, en las futuras y cercanas elecciones autonómicas, en las que los catalanes volveremos a votar de verdad, con garantías y solidez democrática. El resto, otra vez más, vive anclado en la constante pantomima que sufragamos con dinero de todos para dar placer a unos pocos.