Hubo un tiempo en que Convergència rechazaba el traspaso de Rodalies porque sus usuarios no eran votantes nacionalistas. También en aquella época de transferencias y acuerdos entre gobiernos --sí, en efecto, entonces se hacía política--, la Generalitat asumió las competencias en seguridad a través de los Mossos.

Lo hizo de forma escalonada, pues el despliegue comenzó en 1994 y concluyó en 2008. Sustituir a la Guardia Civil en la Cataluña interior no fue fácil. A pesar de las virulentas críticas que el independentismo lanza hoy contra este cuerpo armado, quienes practicábamos el periodismo de sucesos en aquella época comprobamos el poco conocimiento del territorio que tenían los Mossos y eso complicó, por ejemplo, las tareas de extinción de los grandes incendios forestales de los años 90. Los afectados, mal que les pese a algunos, echaban de menos a la Benemérita.

Con el paso del tiempo, la policía autonómica se fue ganando a pulso el respeto de la ciudadanía. Hasta que llegó el procés. Y con él, una delirante gestión politizada que tan pronto trataba a los agentes como héroes --atentados del 17A-- como de villanos --cargas contra los violentos activistas independentistas--. El mandato de Quim Torra resultó nefasto en ese sentido, con continuas amenazas de purgas en los Mossos d’Esquadra, mientras el expresidente animaba a los Comités de Defensa de la República a “apretar”.

Con el cambio de gobierno, ERC ha asumido por primera vez la gestión de la Consejería de Interior a través de Joan Ignasi Elena. Y la cosa ha ido a peor, porque a la soflama independentista han añadido cambios estructurales que apuntalan el ordeno y mando de la CUP en un ámbito tan sensible como es el de la seguridad.

El acuerdo de investidura entre Pere Aragonès y los antisistema se ha saldado, de momento, con la centralización de los servicios jurídicos de los Mossos para minimizar los casos en los que el Govern se presenta como acusación particular cuando un agente es agredido en una manifestación. Y también con la creación de una comisión de estudio del nuevo modelo policial en el Parlament que estará presidida por la CUP y cuya finalidad, lo han dicho los propios cupaires, es hacer la auditoría policial más grande de la historia. La que, a su juicio, no hizo el exconsejero Miquel Buch. Que por algo le echaron del Govern, sin que ello le otorgue más mérito, pues tampoco es que Buch se ganara la confianza de los mossos.

Dicho de otra manera, Aragonès quería demostrar que era capaz de gestionar un ámbito tan importante como el de la seguridad, pero de momento solo ha logrado que Mossos y policía local se manifiesten este sábado para denunciar el desprestigio que sufren por estar a las órdenes, no ya de Elena, sino de la CUP, que quiere reducir esos cuerpos a la mínima expresión. ERC y Junts se fueron de la mano a pedir más recursos y la reprobación de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, por los macrobotellones de las fiestas de la Mercè. Nunca denunciaron, en cambio, el vandalismo independentista posteriores a la sentencia del 1-O.

Respecto a Rodalies, el Govern lleva diez años quejándose de que quiere el traspaso definitivo y dinero. Cuentan las malas lenguas que la exministra de Fomento, Magdalena Álvarez, harta de las exigencias del entonces consejero de Obras Pública, Joaquim Nadal, cedió la transferencia a cambio de no tener que hablar nunca más con ellos. Después llegó Artur Mas y los sucesivos gobiernos independentistas, que han asumido la gestión que hasta ahora llevaba Renfe en poblaciones pequeñas sin apenas incidentes donde Junts sí tiene un importante caladero de votos. Como ha explicado Crónica Global, el cacareado traspaso de la línea de Lleida supone una victoria pírrica que nada tiene que ver con el gran reto que supondría gestionar Rodalies en el área metropolitana, centro neurálgico de la movilidad de miles de trabajadores.

Lo de Lleida tardará un par de años. Lo de Barcelona forma parte, de momento, del mantra secesionista.