Pudo haber sido una buena idea. Pero lo que se ha podido comprobar en los últimos años es que todo va muy rápido y que el control se pierde con facilidad. Surgen nuevos actores, cambian las circunstancias, y lo que se diseñó, con altas dosis de improvisación, cae en saco roto en apenas un instante. Es lo que ha sucedido con el proceso soberanista, que debía servir para negociar con el Gobierno central, con el apoyo inicial de la clase económica catalana, que lo vio como una buena oportunidad. Pero aquel presidente que algunos comienzan a añorar, Mariano Rajoy, no se movió. Y ese fue el problema para el propio soberanismo, para Artur Mas, que lo capitaneó desde 2012. Ha pasado lo que de forma brillante, y con los matices que se quieran, analizó Moisés Naím, en El fin del poder (Debate).

Cambios. Se alcanza el poder, en la política, en el mundo de la empresa, en cualquier ámbito, pero el riesgo de perderlo es enorme. Se gana y se pierde, en poco tiempo. Todo es volátil, porque, además, la transformación tecnológica lo permite. La información fluye y la desinformación es la norma.

En el caso catalán eso ha mutado en muchas otras cosas. La presión de una élite nacionalista, derivó en la defensa de un proyecto con convicción por parte de una sociedad catalana muy activa y cansada de los viejos tics del pujolismo. Y despertó otra parte, todavía minoritaria, que siempre ha estado latente: ese también viejo anarquismo revolucionario que puede representar ahora la CUP y los CDR más concienciados.

Con ese caldo de cultivo, empujando sin parar, nadie pensó que en muchas ciudades y pueblos de España se alzaría la voz para decir un rotundo basta. Existe otra España, y se debe valorar todo en su justa medida, que no quiere rupturas en ninguna dirección, y que sigue creyendo en la pluralidad interna del Estado. Pero es cierto que existe una pugna, que se han removido los cimientos, y que el independentismo no puede ahora hacerse el despistado o el enojado. "Esa España es la de siempre, no nos entienden", señalan airados. No, ni es la de siempre ni se ha dejado de entender a Cataluña. El cabreo es con unos políticos nacionalistas que tensaron demasiado la cuerda cuando, a pesar de las dificultades y errores por parte de todos, no era necesario.

¿Qué ocurre, por tanto? Que ese independentismo, el de las élites --otra cosa será ver cómo reaccionan esas bases que no quieren resignarse ante la realidad-- ha comenzado a temer lo peor: una España gobernada con mano firme por la derecha, con unas clases medias agitadas en Madrid, Sevilla, Guadalajara o León que, sin grandes modificaciones legales --no se pueden hacer sin consensos amplios-- sí dará la espalda a las peticiones nacionalistas durante un largo tiempo. La consigna que se dibuja en las sedes del PP y Ciudadanos es que se actuará sin atender mucho las nuevas quejas nacionalistas. Es decir, se gobernará en el Congreso --esa es la intención-- sin contar con los votos de ningún partido nacionalista.

El problema, sin embargo, no es ese. O no es sólo ese. El independentismo comprueba cómo todos los mensajes que se repetían una y otra vez no son ciertos. Y por eso intenta modular y virar la estrategia. La idea de que existe un 80% de los catalanes que están a favor de un referéndum de autodeterminación, voten a favor o en contra, no parece que sea un dato real.

Lo que tenemos son votaciones en las elecciones autonómicas y encuestas enfocadas a esa cuestión. La última es de la empresa Gesop, del pasado mes de octubre. En el sondeo se señala que el 42,4% sí desea un referéndum de independencia, de sí o no, con respuesta binaria, bastante menor al casi 80% que se defendía. Hasta ahora, el independentismo se basaba en otro porcentaje, mostrado por encuestas de diversas empresas e instituciones, que indica que existe un 78,7% de catalanes que desean una consulta, pero sin especificar si es para ratificar un Estatut, para votar la independencia o para avalar un determinado acuerdo político.

Las tretas del independentismo han comenzado a salir a flote. Y, en ese momento, aparecen propuestas más realistas, como la lanzada por Joan Tardà, diputado de ERC, según la cual se podrían ofrecer tres preguntas en ese hipotético referéndum. Eso supone un cambio importante, aunque ya se había sugerido con anterioridad.

La salida política que se reclama para solucionar el conflicto catalán no puede pasar sólo por una consulta. Pero es cierto que tampoco se debe descartar. Y en eso sí que todos los interlocutores deben hacer un esfuerzo.

El miedo del independentismo es que sus propios argumentos decaigan y que nadie apoye un acercamiento, con la necesaria empatía que se debe mostrar en estos momentos, a las puertas del juicio a los políticos presos. Por eso, lo que ocurra el 21 de diciembre puede ser decisivo. Existe una España posible, alternativa al blanco o negro, y en esa España debería estar la parte del nacionalismo catalán que quiera volver a la realidad.