La política es descarnada. Se trata de una lucha por el poder, con estrategias, con verbo afilado y con el deseo, a veces, de trabajar por el interés general. Es mayo de 2020 y hace justo diez años España pasaba por su peor momento desde la recuperación de la democracia. Se acercaba una crisis descomunal, producto del propio sistema económico, basado desde finales de los años 70 en el crédito y en la acumulación de deuda, que acabó con una crisis financiera sin parangón. España, ahora, se enfrenta a una situación similar. Tal vez peor, en función de cómo actúen todos los protagonistas. Es bueno, por ello, pensar en algo más, recordar que la moral debe tener algún papel, aunque sea pequeño. Pongamos que es mayo de 2010.

La moral implica partir de algunas certezas, de datos que no puedan ser cuestionados. España entró en la crisis de 2008 con el 39,7% de deuda sobre el PIB. Lo volvemos a indicar: 39,7%. En el 2009 ascendió al 53,6%; y en 2010 todavía cumplía los objetivos de Maastricht, con el 60,5% (medio punto por encima). En 2011, --a finales de aquel año se convocaron elecciones que ganó el presidente del PP, Mariano Rajoy—la deuda pública se instaló en el 69,9%, una ratio que ahora sería envidiable.

¿Qué quiere decir todo eso? Una primera idea es que el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero entró en la crisis con unas cuentas saneadas. Y que la caída a plomo de los ingresos hizo tambalear toda la economía española. Es cierto que se demostró, como ahora, las debilidades del sistema productivo español. Pero no se puede decir, y ahí entra la moral, lo que repiten ahora los dirigentes del PP.

Fue Teodoro García Egea, el secretario general del PP, quien esta semana, en la sesión de control al Gobierno, y en una pregunta al vicepresidente Pablo Iglesias, reprochó que apoyara a un Gobierno, socialista, que en 2010 “protagonizó los mayores recortes de la historia de la democracia española, con la congelación de las pensiones, recortes de sueldos de funcionarios y recortes sociales”.

Es decir, el PP de ahora, como el de entonces, carga contra el Gobierno socialista por recortar, cuando era lo que pedía la Comisión Europea, y la propia cancillera Angela Merkel de forma personal a Rodríguez Zapatero. Y el propio PP durante los meses precedentes a aquel nefasto mayo. En una situación de vértigo, el principal partido de la oposición –ayer y hoy— machacaba al Gobierno a pesar de ser consciente de que no quedaba otro remedio.

En la votación en el Congreso, del decreto para ajustar las cuentas públicas, Mariano Rajoy justificó su voto en contra porque, entre otras cosas, Zapatero congeló las pensiones. Lo mismo que él acabó haciendo, y que no intentó modificar hasta casi en su último año de mandato. Zapatero sacó adelante aquel decreto de forma agónica, solo por un voto: los del PSOE, 169, frente a los 153 del PP, los 6 del PNV –atención a los nacionalistas vascos— 5 de ERC-IU-ICV; 2 del BNG y los dos de NA-BAI y UPyD. Únicamente la abstención de CiU, con Josep Antoni Duran Lleida al frente, impidió el fracaso de Zapatero, que hubiera supuesto el fracaso de España, en una situación realmente peligrosa.

¿Estamos a las puertas de repetir aquella historia? En breve el Gobierno de coalición de Pedro Sánchez se verá en la tesitura de presentar algún plan de reformas, de reajustes del sistema productivo. Lo deberá hacer porque la Unión Europea prestará recursos, pero querrá compromisos para que en algún momento todos los miembros del club europeo puedan caminar juntos, sin tantos desequilibrios como ahora. ¿Se olvidarán, otra vez, los criterios morales, la idea de que lo único importante es cargarse al adversario, de que nada cuenta, de que es más rentable tergiversar la realidad una y otra vez?

Lo que debe cambiar, lo que es urgente modificar, --porque eso sí que deteriora el sistema democrático—es esa apuesta por ver al adversario en la lona. ¿Quiere eso Pablo Casado? ¿Para hacer qué? No se puede decir una y otra vez que los gobiernos socialistas despilfarran o que siempre acaban enredados con las crisis económicas cuando se analiza todo lo sucedido en los últimos cuarenta años. No se modifica la realidad –aunque muchos te puedan creer— retorciendo los datos y repitiendo consignas. Y quien más lo debería saber es José María Aznar, de nuevo contento y satisfecho en su salsa madrileña.