Pues quizá no sea el mejor momento para quitarse la mascarilla. En público ya no es obligatorio desde hace tiempo, pero con la huelga de basuras que se avecina en Barcelona, a lo mejor hay que recuperar ese sistema de protección que la pandemia universalizó. Va a ser verdad que Ada Colau y ERC tienen mucho en común (no es un juego de palabras), ya que no se les da nada bien dialogar con los sindicatos. La alcaldesa se ve incapaz de resolver el conflicto laboral de los trabajadores de limpieza, mientras que el republicano Josep González-Cambray, consejero de Educación, acaba de afrontar el primer paro en el sector de la enseñanza en muchos años.

Somos animales de costumbres y, ahora que es posible liberarnos de los incómodos tapabocas, nos resistimos a ello. ¿Miedo al contagio? ¿Desconfianza de las recomendaciones sanitarias? ¿Protección psicológica? Llevar mascarilla, en su acepción menos literal, nos ha permitido disimular, pasar más desapercibidos, esquivar encuentros indeseados. Pero el cubrebocas, como medida obligatoria, ha llegado a su fin. No así algunas mascaradas políticas. Como las que protagoniza, día sí y día también, el independentismo, muy dado al disfraz, a la doble cara y al fingimiento.

Indignarse por el Catalan Gate, esto es, el espionaje sufrido por políticos de ERC, Junts per Catalunya y CUP mediante el programa israelí Pegasus, es legítimo y obligado. La intimidad personal es sagrada y solo en justificadísimas ocasiones puede ser vulnerada. El control al que estamos sometidos mediante las nuevas tecnologías --móviles, ordenadores, big data…-- no debería inducir a la resignación. Otra cosa es la puesta en escena que suelen utilizar los secesionistas para expresar esa rabia.

De entrada, cuando formaciones tan mal avenidas y dispares --lo llaman transversalidad-- se ponen de acuerdo, nada bueno puede suceder. Un desafío separatista, un blindaje de la inmersión lingüística para erradicar el castellano, la formación de un gobierno que luego no gestiona precisamente por esas desavenencias… En esta ocasión, como en tantas otras, la máscara de la unidad se sostiene por el rechazo a un Estado que, aseguran, utiliza sus cloacas para espiar al independentismo. Y la mascarada consiste en olvidar todos los pretendidos intentos de gobiernos independentistas por dotarse de un CNI catalán, similar a esa inteligencia española que ahora señalan, y del seguimiento que el Govern hizo de políticos, periodistas, abogados y entidades no afines al procés, como recordaba ayer Gerard Mateo.

Según Artur Mas, el Catalan Gate viene de bastante antes, “no es un tema solo de Pedro Sánchez”. Lo dice quien sentó las bases de una futura agencia de inteligencia catalana, confiando en la ayuda del Mossad israelí y de Mossos d’Esquadra instruidos para espiar. Los mismos Mossos que, en 2016, dieron un rapapolvo al gobierno de Carles Puigdemont por plantear una Agencia de Ciberseguridad de Cataluña que invadía competencias judiciales y policiales, y ofrecía “poca claridad” en su actividad. Así consta en un informe que la Direcció General de la Policía presentó en el Parlament. El Tribunal Constitucional, por su parte, anuló parcialmente la ley que desarrollaba ese nuevo organismo por motivos similares.

Utilizar las nuevas tecnologías para invadir la privacidad de nuestros políticos es escandaloso, sí. Y se debe denunciar. Pero también se debe desenmascarar la utilización de esa vulneración de derechos con fines partidistas. El presidente Pere Aragonès endurece el tono, dice que su paciencia no es infinita, que se plantea retirar su apoyo al Ejecutivo de Sánchez --novedad no es, pues ya lo hizo con la reforma laboral-- y que amenaza con tomar medidas. No dice cuales, “ya se verá”, mientras sus socios de Junts per Catalunya le exigen que rompa ya con el Gobierno.

Ni la expulsión de los neoconvergentes de la mesa de diálogo ni la detención de Carles Puigdemont en Cerdeña quebraron esa vía de resolución del conflicto independentista. Veremos si el supuesto espionaje del CNI dinamita la estrategia del republicano, lo que obligaría a su formación a hacer “acto de contrición”, recular y sumarse a la confrontación que piden dirigentes como Laura Borràs, que a un paso de sentarse en el banquillo por corrupción pide la dimisión de Sánchez y de dos ministros. O de Gemma Geis, la consejera de Investigación y Universidades, que ha cancelado la reunión que tenía prevista el próximo lunes con la ministra de Ciencia, Diana Morant, para castigar al Ejecutivo. Cualquier excusa es buena para incumplir con las responsabilidades que le son propias.

En fin, que el independentismo está muy ofendido. La máscara del victimismo se mantiene. Y la mascarada de la unidad, también.