Algunos intelectuales que apoyan sin fisuras el proceso independentista de los últimos años están cometiendo graves errores. Y no pasaría nada, porque todos caemos en ellos. El problema es que afecta al conjunto de la sociedad catalana y la puede dividir durante bastante tiempo. Han decidido separar a políticos, periodistas, escritores y todos los agentes activos de la sociedad entre unionistas o independentistas, entre nostálgicos del españolismo y modernos cosmopolitas que quieren un Estado catalán para poder competir mejor en el mundo. Todo de forma maniquea, sin ser conscientes, o tal vez con toda la intención, de herir sentimientos y de buscar no se sabe qué polémica.

Uno de ellos es el historiador Agustí Colomines, que se ha convertido en uno de los defensores más auténticos del llamado legitimismo, con la voluntad de investir a Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat, con una idea más elaborada: rehacer el independentismo bajo un mismo manto, con un partido-movimiento que deje atrás la Convergència marcada por la corrupción y el amateurismo de Esquerra Republicana. Y que cuente con nuevas generaciones de políticos.

Todo eso no estaría mal, como principio, al margen de la imposibilidad de investir a Puigdemont, si previamente no da la cara ante la justicia española, como sí quiso hacer Oriol Junqueras. La cuestión es que Colomines y otros preclaros independentistas lo quieren confundir todo, y, como se dice en ciertas latitudes de España, “a cosa hecha”.

Colomines y otros intelectuales saben, aunque lo vistan de otra manera, que en el fondo existe una cruda lucha por el poder

Los catalanes que no han abrazado el independentismo no lo hacen porque son malos catalanes, o porque creen en una especie de España inmutable, la gran España imperial. Aunque hay de todo, claro. Pero no son “unionistas”, un lenguaje propio del Ulster, que se debe desterrar, dejando claro a quien lo emplee que lo esgrime para herir y buscar el enfrentamiento, sino ciudadanos que han visto la trampa, que denuncian el gran problema que existe en Cataluña: una batalla en el campo nacionalista --ahora independentista-- por la hegemonía, por el poder, después de la larga etapa de Jordi Pujol, pasando por los dos tripartitos de izquierda. Esa batalla ha sido y es nefasta para toda Cataluña, y ha tomado como rehenes a una gran parte de la sociedad catalana que sí ha creído que podía llegar el momento de la independencia, de buena fe, y por razones que se entienden perfectamente.

De las lecciones de un profesor formidable, Manuel Aznar, nos ha quedado a muchos de sus alumnos el amor por la buena literatura, por autores como Valle-Inclán, con sus novelas sobre las guerras carlistas. También por la literatura romántica, la identificación con la tierra y el reconocimiento del sentimiento. Aznar explicaba en sus clases de literatura española que no era posible no conmoverse con esas historias, que iban más allá de la racionalidad y que el ser humano necesita soñar y buscar el calor de un buen fuego.

Ahora, el independentismo se asocia con el carlismo. Como bien explica Antoni Puigverd --un señor al se le quiere vilipendiar por decir cosas razonables--, esa alianza no debe comportar un menosprecio. El carlismo, con aquellos lemas que fueron variando, pero que respondían a la identificación con Dios, patria y leyes viejas, fue una respuesta defensiva a los cambios que conllevaba la modernidad. Y tenía, claro, un sesgo conservador y regresivo. Pero todas las sociedades tienen momentos de debilidad, y de dudas, cuando las cosas se suceden a gran velocidad. El sentimiento no se debe ni se puede ignorar, aunque no deba ser él único motivo para actuar.

El independentismo, como lo fue el carlismo, es también una reacción frente a un mundo que va a toda velocidad

Es lo que ocurre en Cataluña, y en toda Europa Occidental. Lo ha visto Puigverd, y también Joan Coscubiela, quien, en su libro Empantanados, asocia el independentismo como una reacción frente a la globalización, una defensa, curiosamente --porque se dice lo contrario-- frente al “cosmopolitismo tecnocrático” y frente a la Europa competitiva que necesita seguir el impulso que marcan las sociedades asiáticas.

Lo que pide una gran parte de la sociedad catalana es mantener sus señas de identidad, es no perderse en ese marasmo global. ¿Para eso era necesario un movimiento rupturista que se ha saltado las leyes, y que, en realidad, ha sido una lucha por el poder, que todavía no ha finalizado?

Eso es lo que no quiere entender Colomines y gran parte de los que rodean ahora a Puigdemont. De lo que se trata es de abrir los ojos y recuperar algunas buenas ideas.

¡Volvamos a Maragall! Lo que ha defendido siempre Pasqual Maragall no era, precisamente, un Estatut que sirviera para provocar una lucha encarnizada en la política española. Pero se le fue de las manos, y ese fue su error, en gran medida porque el PSC nunca tuvo la fuerza suficiente para gobernar la Generalitat, y necesitó de terceros, como Esquerra Republicana, un partido que nunca se sabe dónde está.

Estamos aquí para mostrar dónde está la bolita, dónde está el que hace trampa

Pero la marca de Maragall, en realidad, ha dejado huella. Es la del catalanismo político, donde también se reconocen convergentes y buena parte de la izquierda catalana. Es un proyecto de éxito, aunque precisa de una mayor convicción por parte de los dirigentes políticos españoles en un momento muy delicado. Tratar de superarlo, con un proyecto independentista, se ha demostrado que no lleva a ninguna parte.

Estaría bien que Albert Rivera asumiera esa visión, y dejara atrás imposibles proyectos uniformizadores, ahora que se vislumbra su ascenso. España ya no será Francia. El conjunto de España debe velar por la cultura y la lengua catalanas. Algunos dirán que ya se hace, pero es necesario recordarlo.

El resto de “agravios” se puede resolver sin demasiados problemas, como una mejor financiación --no para Cataluña, recordemos-- de la administración autonómica de la Generalitat para prestar los servicios que tiene encomendados. Aunque no se puede demorar más la cuestión, porque, además, no es sólo Cataluña. Otras comunidades presentan las mismas deficiencias.

La política catalana podría entrar en una nueva vía, si se asumiera que no estamos aquí para dividir, para acusar a nadie, pese a los Colomines de turno. Estamos para mostrar dónde está la bolita, dónde está el que hace trampa.