Un presidente de la Generalitat en la televisión. Imágenes del Parlament de Cataluña. Un Síndic de Greuges en un plató. Dirigentes de asociaciones culturales. Todo un mundo institucional comienza a difuminarse. El ciudadano catalán --el que no ve las cosas ni las siente desde una trinchera-- se asoma a ese escenario público desde la perplejidad. Y eso es lo peor que le puede suceder al autogobierno catalán. ¿Para qué se desea un gobierno, para qué un parlamento, para qué un señor mayor al frente una institución que dice velar por los derechos de los más desfavorecidos? Los políticos catalanes, principalmente los que han impulsado el movimiento independentista, corren el peligro de que el autogobierno sea percibido como un juguete que se ha averiado, que ya no produce nada tangible, que se ha desconectado de la vida real. ¿No se han dado cuenta?

Y resulta que cuando parece que esa capacidad ejecutiva se despierta, cuando intenta incidir en la vida real, se toman decisiones que no contentan a nadie. Y que perjudican al conjunto. Ha ocurrido con la gestión del conflicto del taxi y de los conductores de VTC. El resultado, guste más o menos esas empresas, es que ni Cabify ni Uber pueden ser contratadas desde Barcelona. El consejero de Territorio, Damià Calvet, no ha estado a la altura, aunque no es el único responsable. El rumbo de un gobierno lo marca su presidente y este, en Cataluña, simplemente dice que no quiere ejercer como tal. Algo inaudito. No se trata de olvidar que Cataluña vive una situación complicada, que se iniciará en los próximos días un juicio que puede ser decisivo para la suerte de toda la democracia española. Pero si tanto se deseaba un gobierno autonómico, si tanto se pide un estado independiente, no se puede comprender ni tolerar el desprecio total a la gestión.

Porque, en gran medida, el problema político en Cataluña deriva de la falta de pericia y de preparación respecto a la gestión. Cuando se ha intentado, cuando se pusieron ganas, como ocurrió con los tripartitos --la cosa no funcionó políticamente por muchos otros factores-- se criticaba que no había relato, que no se podía entusiasmar a nadie con una ley de barrios, o con un plan de parques eólicos, o con medidas para lograr que los inversores pudieran tener algún beneficio fiscal si apoyaban los primeros pasos de nuevas empresas. Claro, el fervor llega cuando se dice que Cataluña se convertirá en la Dinamarca del Sur, o que un Estado propio garantizaría pensiones generosas para todos. Lo que en Francia se dice como Chateux en Espagne, es decir, proyectos de pura ilusión.

Después de un largo proceso, el que arrancó en 1980, es pertinente recoger los testimonios de los políticos que quisieron marcar objetivos ambiciosos. Y, de forma recurrente, aparece el nombre de Josep Maria Bricall, mano derecha del presidente Josep Tarradellas, miembro del gobierno unitario, previo a las primeras elecciones autonómicas y exrector de la Universidad de Barcelona. Su proyecto lo recoge Josep Maria Triginer, que fue secretario general de la Federación Catalana del PSOE, que acabaría contribuyendo a la constitución del PSC. Triginer, que lo explicará este domingo en una entrevista en Crónica Global, se refiere a la gestión que Jordi Pujol no quiso impulsar, apostando por una administración "clientelar".

Bricall lo ha definido de forma muy clara, con expresiones que no gustan a los nacionalistas. Es cierto que lo que propone Bricall no es muy atractivo, que no provoca que el corazón palpite con fuerza. Pero es que deberíamos dejar algún día los sentimientos en un cajón o activarlos, estrictamente, en nuestra vida privada y siempre con moderación. Bricall lo ha dejado escrito. Leamos: "La capacidad de prestigiar la idea nacional demostrando la eficiencia de la administración autónoma resulta neurálgica para dejarse de tonterías y recordar que una nación no es más que una sociedad que se organiza adecuadamente en un territorio determinado". Pas mal.

Bricall tenía, claro, un maestro. Josep Tarradellas había tenido tiempo para pensarlo. Eso es evidente, después de tantos años --él sí-- en el exilio. Y con la experiencia acumulada de la Generalitat republicana, repleta de excesos, Tarradellas tenía un alto concepto de lo que debía ser un político. Para él el político --lean con atención-- debía percibir los límites y las oportunidades de la realidad política. Esa realidad ha estado marcada, como señalaba Bricall, por un hecho, y es que Cataluña es "un país autónomo, no un país independiente".

Por ello, es conveniente, con el paso del tiempo, señalar de forma clara que es necesario Más Bricall y menos Puigdemont, como conceptos, como modo de afrontar la vida y la política.