Conviene recordar que Paul Engler es el activista de referencia de Quim Torra. El autor de Manual de desobediencia civil, que se define como místico, asegura que el independentismo debe polarizar y protestar “aunque haya represión y sacrificio”. Y recuerda que los primeros cristianos decían que la semilla de la iglesia era la sangre de los mártires. Morir como un mártir es inherente a los movimientos ganadores. No se quiere que pase, pero es inevitable una vez aumentas la tensión". 

Que tanto Torra y Carles Puigdemont exudan misticismo es algo que sabíamos desde hace tiempo. Al igual que Artur Mas --el responsable del lío procesista-- abrazó la épica cual Ulises colisionando contra las rocas en su viaje a Ítaca, el de Waterloo y su sucesor han optado por el ascetismo independentista, lo cual se ha traducido en una vida contemplativa a nivel gubernamental. Que no pegan golpe, vamos. Los dos últimos presidentes de la era procesista han sacrificado la economía y la paz social catalanas en aras a su fe secesionista. Conversa, si se tiene en cuenta que ambos beben de una antigua Convergència de la que ahora reniegan.

Pero ambos dirigentes catalanes han dado una vuelta de tuerca a ese espíritu de inmolación, tolerando e incluso facilitando que la Assemblea Nacional Catalana (ANC) convoque manifestaciones en la Diada en pleno repunte del coronavirus, con el riesgo para la salud que ello implica, no solo para esas 48.000 personas que tiene previsto movilizar, sino para sus allegados, vecinos, familiares y amigos. Si morir como mártir forma parte de esa estrategia que defiende Engler y que aplaude Torra, la fiesta nacional se ha convertido en una gran oportunidad. ¿Exagerado? Para nada.

“Este 11 de septiembre realizaremos la movilización adaptada a la Covid más grande de Europa”, aseguraban ayer los dirigentes de la ANC, en un alarde de inconsciencia consentida por el Govern. Una irresponsabilidad, esa de jugar a ser récord Guiness europeo, que no está tan alejada de aquella manifestación convocada por Miguel Bosé en la plaza Colón --el músico, otro místico inquietante, no acudió finalmente-- para rechazar el uso de la mascarilla.

“A mí no me gusta que me digan las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber", decía el expresidente español José María Aznar sobre las medidas aplicadas por la Dirección General de Tráfico contra la conducción ebria. Y a la ANC no le gusta que le digan que manifestarse en la Diada es un peligro o que rodear la Universitat de Barcelona es el colmo del cinismo de un independentismo responsable de la asfixia financiera de las universidades públicas.

A la ANC, como a Aznar, no le agrada que le recuerden que el bien común está por encima de cualquier ideología y que una vida vale más que cualquier acto de propaganda. Y, sobre todo, esta Assemblea que nadie ha votado y que solo actúa de palmera de Puigdemont, no admite que esa Diada ya no tiene nada de fiesta ni de nacional, y sí de altavoz del separatismo oficial.

El procés asiste a sus últimos estertores, mientras el Govern agoniza. Pero la mayoría de los catalanes elige vida.