Todavía colean los efectos del cara a cara entre los candidatos del PP y del PSOE a la presidencia del Gobierno. El debate no aclaró ideas, sacó a relucir una vieja y enquistada rencilla a propósito de los años de corrupción vividos y, al final, hubo una pírrica victoria a los puntos de Pedro Sánchez, más agresivo y directo, ante un Mariano Rajoy ensimismado con su mirada lateral al país.

Si en el primer debate a cuatro ganó el gran ausente Rajoy, en el del lunes los grandes vencedores también fueron aquellos que no estuvieron presentes. El bipartidismo será historia en unos días. Pablo Iglesias y Albert Rivera son, en principio, los beneficiarios electorales de que Sánchez y Rajoy se sacudan sin aportar soluciones a los principales problemas de España.

El catalán, por ejemplo, es uno de ellos. Se piense como se quiera, es inútil negar una evidencia: existe un asunto político por resolver. Eso no puede hacerse con entreguismo buenista, pero tampoco con inmovilismo, posturas que esbozaron los líderes de los dos grandes partidos españoles en el escueto tiempo (apenas un minuto) que le dedicaron en su emponzoñado enfrentamiento. 

El tono crispado de ese cara a cara ha dado lugar en las últimas horas a infinidad de comentarios cruzados. Los socialistas han sacado pecho de las críticas a un Rajoy que había escapado hasta la fecha de dar la cara de verdad sobre la corrupción, amagado detrás de un plasma, de sus conveniencias parlamentarias o de miembros de su equipo que hicieron el ridículo como la mismísima Dolores de Cospedal y su hilarante concepto laboral: las indemnizaciones en diferido.

Al PP eufórico por la mejoría económica le sentó fatal que un Sánchez más arrogante que de costumbre le propinase un “indecente” al oráculo popular. Soraya Sáenz de Santamaría, de natural comedida, habló ayer de “macarrismo político” para definir a su contrincante.

Lamento decir que el espanto que se vive en media España por la contundencia de ese cara a cara es una cuestión de costumbre. Si supieran, como los catalanes templados, por dónde se mueven los nuevos dirigentes políticos tendrían el cuerpo más preparado. Aquí hemos visto de todo en ese terreno, desde líderes políticos que enarbolaban una sandalia en el Parlamento a la altanería de Francesc Homs (CDC) emboscado en su antigua portavocía del Govern. 

Gabriel Rufián puede llamar fascistas a los padres de la Constitución y nadie en la oposición le tilda de “macarra”. Homs puede despacharse a sus anchas sobre desobediencias a los tribunales y se pueden organizar pseudoreferendos sin que nadie utilice ese u otro calificativo análogo. 

Pero la actitud desafiante existe. Que sepan más allá del Ebro que la política catalana, que se resolvió en un minuto del cara a cara, hace tiempo que entró en ese túnel de descalificación del adversario, falta de diálogo y propuestas de consenso. Aunque se hable poco en estas elecciones del domingo, cualquier camarero catalán puede dar la orden a la cocina sin que nadie se escandalice: marchando una de macarras… Que haberlos, haylos.