En los momentos más oscuros del procés, muchos se preguntaban cómo se había llegado a aquella situación. La respuesta era evidente: los dirigentes constitucionalistas (y, en muchas ocasiones, también la justicia y el mundo empresarial) miraron hacia otro lado durante décadas ante las señales que indicaban por dónde iba el nacionalismo catalán.

Hace unos días recordábamos a un grupo de intelectuales (los firmantes del Manifiesto de los 2.300) que ya en 1981 fueron pioneros en dar la voz de alarma. Pero nadie les escuchó.

Hoy recibimos nuevas señales. El discurso pronunciado el viernes pasado por Laura Borràs con motivo de su toma de posición de la presidencia del Parlament es una de ellas.

La dirigente de JxCat dejó claro que “la legislatura que empezamos ha de marcar un punto de inflexión en el avance hacia la independencia de Cataluña porque así lo han querido y decidido más de la mitad de los ciudadanos”.

Borràs habló de “represaliados”, de “excepcionalidad democrática”, de Puigdemont como “presidente legítimo”, de “continuar el trabajo donde Carme Forcadell lo dejó”, de “guerra sucia y antidemocrática del Estado español contra Cataluña”, de “represión”, de “completar el camino hacia la liberación nacional”.

También prometió que impedirá “injerencias” de la justicia y aseguró que “el único límite que tiene este Parlament es la aspiración de los ciudadanos de Cataluña que nosotros representamos, y llegaremos hasta donde ellos, democráticamente, nos lleven”.

Ante estas amenazas, caben dos actitudes. Una de ellas sería cerrar los ojos, considerar que solo son parole, parole, parole, pensar que el nacionalismo catalán no lo volverá a hacer y tenderle la mano para tratar de convencerle o pactar con él (como hizo la rana con el escorpión de la fábula).

Otra opción más prudente pasaría por valorar las amenazas y tomar las medidas para que no puedan materializarse.

Es probable que, a corto plazo, no se repita un desafío de la envergadura del 1-O. Sobre todo, porque la justicia respondió con (relativa) contundencia. Y todo apunta que los líderes independentistas --además de no estar dispuestos a arriesgar su patrimonio-- no quieren ir a la prisión. El efecto pedagógico de la cárcel ha sido innegable.

Pero sí parecen dispuestos a enredar y enturbiar el funcionamiento de las instituciones y de todos los ámbitos de poder que puedan conquistar (como la Cámara de Comercio de Barcelona y el Barça), torpedeando la convivencia en Cataluña y lastrando la recuperación económica.

A aquellos que tenían la esperanza de que el nacionalismo catalán asumiría la derrota del procés y trabajaría por sus proyectos políticos desde el sentido común y el respeto al Estado de derecho tras el 14F, la elección de Borràs como presidenta del Parlament --paso previo a un acuerdo de Govern entre ERC, JxCat y la CUP-- les ha caído como un jarro de agua fría.

Borràs está imputada por corrupción y pertenece al ala más ultra y xenófoba del independentismo catalán. A causa de lo primero, pende sobre ella la espada de Damocles de la inhabilitación, que podría confirmarse en los próximos meses y, con toda seguridad, será presentado como un nuevo agravio contra Cataluña. Lo segundo, además, nos garantiza que la justicia tendrá mucho protagonismo en esta legislatura. Especialmente con cinco de los siete asientos de la Mesa del Parlament en manos de los nacionalistas.

Permanecer inmóviles o recuperar la estrategia de las cesiones y del apaciguamiento frente a los radicales no son alternativas razonables. El constitucionalismo --de todo signo-- debería ponerse las pilas y prepararse para la próxima embestida de los fanáticos.

Las señales de que volverán a la carga (por supuesto, en la medida de sus posibilidades) son irrefutables. No vale preguntarse después --otra vez-- qué hemos hecho mal para que los extremistas hayan llegado tan lejos.