“La concordia hace crecer las pequeñas cosas, la discordia arruina las grandes” (Salustio).

Con independencia de cómo piense cada quién, hay una obviedad sobre la mesa: en Cataluña, las cosas ya no son como eran. Ni internamente, ni en las relaciones de esta tierra con su entorno.

Empleamos excesivo tiempo y energía en buscar responsables y responsabilidades sobre lo acontecido. Sólo los historiadores podrán ayudarnos a comprender qué ha sucedido para aterrizar en esta situación. Hoy, parece mucho más pragmático aplicarse como comunidad en otear alguna salida en el horizonte para proponer un nuevo enfoque al país que permita superar los descosidos que la política ha propiciado en los últimos años.

Habrá quien diga que aquí no pasa nada, que todo está igual y que así debe seguir. El inmovilismo también es una actuación política, es obvio. Pero se equivocará, porque desde las cosas más pequeñas a las más importantes todas se han impregnado ya de un debate que amenaza con paralizar instituciones, hermandades históricas, incluso quiebra a los grupos de presión. Por ejemplo, lo que le está pasando a Foment del Treball, la gran patronal catalana: hoy se sacará de encima a una organización filial (Cecot) que llevaba años con ínfulas propias y a la que dejaron vivir hasta que esa organización y su presidente, Antoni Abad, se lanzó al nuevo negocio del independentismo, minoritario entre el mundo de la gran empresa.

Es sólo un caso más. Cada día asistimos a contrasentidos y diálogos de sordos que parecen construidos para dificultar la convivencia futura. ¿A qué estamos condenados los catalanes en esos momentos, a claudicar por un lado o por otro?

La política práctica, la aritmética electoral y parlamentaria ponen en evidencia la división de opiniones de la sociedad catalana. La candidatura más votada no lo fue lo suficiente para gobernar y se ve obligada a negociar un acuerdo en el Parlamento catalán que es ideológicamente inconexo y propio de un concurso para ver quién se tragará más sapos. Mientras, instituciones bloqueadas, administración a fuego lento y la política tradicional desaparece, se desvanece. El espectáculo mediático triunfa por encima de la razón.

Sí, se han roto cosas. Por fortuna, ninguna que afecte a la convivencia pacífica y civilizada, pero importantes en la estrategia colectiva de un país. Hay complicidades que han saltado por los aires y existen afectos próximos a quebrarse La política reciente se ha llevado por delante demasiado. Quienes han luchado por ilusionar a una parte de la población parecen desconocer que desilusionaban justo a la otra mitad. Quienes han optado por desoír a una de las dos mitades han alentado su enojo y radicalización. Y, claro, todas esas acciones en uno y otro sentido tendrán efectos no siempre bien calibrados.

Las incógnitas que nos sobrevuelan hacen aún más difícil albergar esperanza sobre el hallazgo de salidas positivas en el corto plazo. Podemos envolvernos peligrosamente en un país de cuotas, distancias, facciones, pero los riesgos que comportan supondrán moratones en todas y cada una de las formas de pensar.

Llamar la atención sobre eso puede parecer apocalíptico o ser tachado de tercerista. No es esa la intención. Vale la pena, no obstante, iniciar reflexiones en esa línea y con toda la seriedad que merece el futuro. Sólo la sociedad civil, el sentido común y la concordia sostenida en el tiempo podrán soldar lo que la política ha hecho añicos como una pieza de porcelana cara. Que por prudencia política se esconda o se ignore ese estado de cosas es más peligroso que provechoso.

Se sea partidario de un estado español fuerte o de un estado catalán independiente, merece ser recordado el aforismo atribuido al historiador latino con que el comenzaba este artículo: “Por la armonía los estados pequeños se hacen grandes, mientras que la discordia destruye los más poderosos imperios”. Avisados estamos.