Detrás de los intentos fallidos de resucitar el catalanismo hay una elite económica convencida de que el procés ha roto la convivencia, sí, pero que también ha perjudicado sus negocios. Ese interés por restituir la estabilidad política y jurídica en Cataluña es legítima y viene avalada por una ciudadanía que, según las encuestas de intención de voto, huyen de la unilateralidad de Carles Puigdemont y los suyos, así como del nuevo discurso bronco de Ciudadanos. Donde se equivocan esas clases bienestantes es en añorar un pujolismo que prosperó en época de grandes expectativas y mayorías absolutas ganadas gracias a la abstención del electorado inmigrante que prefería reservar su voto socialista para las generales. El procesismo y las evasiones fiscales de la familia Pujol enterró hace años ese escenario.

Hubo un tiempo en que la formación de Albert Rivera era bendecida por esos sectores empresariales que veían con buenos ojos el auge de un partido catalán nacido como socialdemócrata, pero con propuestas liberales en lo económico. Cs heredaba un modelo a lo Duran i Lleida, dado que UDC no supo comandar ese espacio que ahora se disputa una miscelánea de partidos, fruto de varias escisiones y de procedencia ideológica diversa. Lliures, Convergents, Units per Avançar y, más recientemente, Lliga Democràtica. Parece que esta formación, que ayer se constituyó como partido, lleva el germen de su propia destrucción. Mientras Josep Ramon Bosch y Àstrid Barrio, líderes en funciones, no ven con malos ojos un referéndum pactado, Manuel Valls y Eva Parera, impulsores de Lliga, lo rechazan con contundencia. 

El exprimer ministro francés era la nueva gran esperanza de esas élites catalanas, pero al igual que Duran y Cs, no acaba de despegar. Entre otras cosas porque detrás de su plataforma, así como de Lliga, no hay tanto dinero como se ha especulado, pero sobre todo, no hay militancia ni activismo territorial. Hay que recordar que ni Bosch ni Barrio ha estado nunca en primera línea política.

Ciudadanos sí llegó a disponer de importantes recursos económicos --procedentes sobre todo de una entidad bancaria--, pero esos mecenas financieros están cansados de proyectos que no logran rematar y bloquean la política española. De ahí que una parte de la burguesía catalana intensifique ahora su apuesta por el PSC, que es a fin de cuentas el partido con el que la Lliga está condenada a entenderse si es que sobrevive. Con permiso de ERC, otro de los virtuales aliados de los socialistas. "El PSC forma parte de la tradición del catalanismo político", afirma el republicano Joan Tardà.

¿Se aproximará Lliga Democràtica a los postulados soberanistas o será Esquerra la que culmine su giro moderado? Recientemente, entre el independentismo más irredento ha hecho fortuna el apodo Rufián i Lleida, alusivo a la defensa de la abstención que, en nombre de ERC, hizo durante la fallida sesión de investidura de Pedro Sánchez. Si ese relato conciliador es sinónimo de arrepentimiento fake de cara a la sentencia del 1-O o responde a una decisión real de abandonar la unilateralidad, es algo que el tiempo permitirá aclarar. Pero lo cierto es que el alias supone también una metáfora de esa ansiosa búsqueda de un nuevo catalanismo postprocesista que llevó a la mismísima Soraya Sáenz de Santamaría a confiar en Oriol Junqueras.