Hubo un catalán de los que dan prestigio al gentilicio que lo dijo, tiempo atrás, con premonitoria claridad: "Cuando un hombre pide justicia es que quiere que le den la razón".

La frase pertenece a Santiago Rusiñol, escritor y pintor de finales del XIX y principios del XX. Pese a los casi cien años transcurridos, el aforismo tiene plena vigencia hoy en su tierra. La apelación a la justicia que el Gobierno nacionalista de la Generalitat realiza con tanta insistencia --incluyendo el concepto democracia como sinónimo-- no la persigue de verdad. Aspira, y aquí está el asunto de fondo, a hacer prevalecer su argumento por encima de cualquier otro.

Durante el proceso político que debería llevar a la independencia, los ridículos y las salidas de tono se han sucedido como se repite el all i oli en una mala digestión. El último sinsentido es preguntar a los catalanes, vía una encuesta sufragada con fondos públicos, si es importante cumplir la ley. Para ser exactos, el Centro de Estudios de Opinión (CEO) lanzará una consulta demoscópica basada en la siguiente cuestión: "¿Hasta qué punto es importante obedecer siempre las leyes y las normas?".

Que la encuesta tiene trampa política y persigue ser instrumentalizada con el asunto del referéndum y la declaración unilateral de independencia (DUI) es una obviedad sobre la que no conviene detenerse. Pero sobre el concepto mismo que se someterá a consideración de la ciudadanía sí que merece la pena reflexionar. Imaginen que cualquier gobierno lanzara una pregunta del tipo: "¿Hasta qué punto es importante vivir honradamente y sin cometer delitos?". O, por seguir con las memeces, "¿cuán importante considera mantener una actividad cívica con las personas de su entorno?".

El mero hecho de cuestionarse el cumplimiento de las normas ya incorpora como subyacente una preocupante desprecio por la ley

Preguntar sobre valores como la justicia va más allá de la actitud trilera a la que nos viene acostumbrando el nacionalismo catalán. Posición que sigue cultivando en unos tiempos en los que se atrapa en su alambicado engranaje de despropósitos. Interrogar sobre si conviene o no acatar las leyes es compararnos con un régimen bananero (incluso republicano) en el que la seguridad jurídica resulta el último de los valores cívicos de una comunidad. Hacerlo, además, en un entorno democrático es impropio de un gobernante. Parece mucho más indicado para quienes tienen una bajísima consideración por la democracia, aunque lo sostengan bajo coartadas falsas y relatos de salvación personal. No debe extrañar, por tanto, que prefieran lanzar mensajes a las nuevas generaciones de que el darwinista "sálvese quien pueda" es el mejor método de organización social. En la práctica, el mero hecho de cuestionarse el cumplimiento de las normas ya incorpora como subyacente un preocupante desprecio por la ley.

Lo que hará el Gobierno con esta surrealista encuesta no es otra cosa que pescar en el malestar general por la crisis política y económica una justificación para seguir adelante con un proceso político antidemocrático y totalitario en su concepción. ¿Saldrá el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, a presentar unos datos que digan algo así como que los catalanes no son muy partidarios de cumplir la ley y las normas en determinadas ocasiones?, ¿valdrá ese argumento para el pago de impuestos, el respeto a las normas de circulación, la delincuencia común u otros escenarios posibles? Si durante años han retorcido los resultados electorales tanto como les ha convenido para justificarse en su espiral secesionista, quién se atreve a poner la mano en el fuego de que no hagan lo propio con el resultado de una encuesta aparentemente menor.

Debieran conocer nuestros gobernantes catalanes la máxima que dejó acuñada el estadista inglés Benjamín Disraeli: "Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, se rompen". No hace falta escribir mucho más para determinar con precisión de GPS el espacio político en el que nos encontramos ahora.