Han pasado ya algunos lustros pero el director de un periódico en el que trabajé en los primeros 90 me dejó una enseñanza indiscutible: “El periodista valiente no demuestra su arrojo actuando en una rueda de prensa con preguntas duras, sino cuando está solo, ante su texto, allí es donde saca la verdadera mala leche…” 

Parafraseándolo, el político valiente, arrojado, con arrestos, no es quien más vocifera en un mitin o cuando le entrevistan en los medios. Al contrario, el atrevimiento se demuestra al firmar determinadas resoluciones, asumiendo responsabilidades sobre las cuestiones públicas y dirigiendo con solvencia. Así es posible evolucionar y transformar las cosas. El resto de actuaciones son puro maquillaje e impostura nacida en técnicas de marketing o de la necesidad de caraduras ilustrados.

La nueva izquierda del ‘sí se puede’ se distingue sobre todo de la antigua por su incapacidad técnica. Vocean tanto como pueden y sobreactúan hasta límites cómicos. A la hora de la verdad, sus capacidades de gestión nada tienen que ver con aquella generación de hombres venidos del socialismo y el comunismo que llenó los ayuntamientos catalanes, en especial el área metropolitana de Barcelona, y dejó un excelente recuerdo de gestión pública.

En Barcelona, y hoy lo explicamos en detalle, los responsables de la cosa municipal no saben que una empresa privada les prepara una finta con el negocio mortuorio. Más en concreto con la incineración de cadáveres. Quedan pocas empresas públicas del ayuntamiento, pero justamente los dos hornos crematorios de la ciudad lo son. Les llega una competencia que busca la proximidad territorial para llevarse el negocio urbano (una especie de privatización encubierta), pero dejando los olores en la Ciudad Condal. Preguntado el consistorio, los chicos y chicas, que diría la nueva izquierda, de Ada Colau no saben nada sobre el asunto.

Narcís Serra antes de ser alcalde había participado en darle forma al plan urbanístico de la Ribera. Pasqual Maragall era un economista que hasta tuvo la oportunidad de viajar por el mundo y dominar idiomas antes de aterrizar en la política profesional. Xavier Trias, Joan Clos, Jordi Hereu tienen currículos profesionales intachables y todos han hecho alguna u otra cosa que les ha permitido gobernar desde una cierta capacidad. Colau puso de moda los escraches, es cierto.

Los nuevos tiempos traen otras prácticas. Por más que el diario El País intente una rehabilitación de género, Colau equivale en alcaldesa a aquel periodista que manotea en la rueda de prensa y acaba escribiendo un artículo light, sin alma, casi sin enfoque ni interpretación, un junta letras de las estúpidas declaraciones diarias de los políticos de profesión, un escribano amorfo. Los errores de la alcaldesa con el sector del transporte y el riesgo que ha comportado las huelgas para los intereses de la ciudad son imperdonables para la ciudadanía. Sus vacilaciones con el turismo preocupan, pero dan risa porque parecen el baile de la yenka.

Ni ella ni Gerardo Pisarello se enteran demasiado, aunque se supongan los más listos y progres del universo. No han sabido rodearse de profesionales capaces de hacer su trabajo. Se improvisó un quítate tú para ponerme yo, y ni se sabe gestionar una huelga en una empresa pública estratégica ni se sabe nada de los malos humos del crematorio que le están colando a la ciudad por la puerta trasera. Y del turismo, pues ya veremos. De momento, más que reequilibrar desigualdades sociales, las señas de identidad de los gobernantes de la nueva izquierda se resumen, por desgracia, en generar confusión, desasosiego, inseguridad jurídica y sensación de provisionalidad. En síntesis, torpeza.