Se reunieron ciudadanos que celebraban la fiesta catalana en clave de reivindicación política; otros ciudadanos se quedaron en sus casas observando con interés pero sin entusiasmo lo que sucedía en algunos puntos del territorio; convivían con aquellos que ven el fenómeno de la eventual independencia con desprecio; muchos catalanes prefirieron preparar el inicio del curso escolar que salir de sus domicilios en un tórrido domingo de septiembre cansados de un movimiento que difícilmente puede avanzar hacia la utópica pretensión que propugna. Todos ellos, al cabo, bajo un denominador común: los catalanes estamos hoy más desunidos que nunca.

Lo escribió un paisano, el pintor Joan Miró: “Sin concordia no puede existir un estado bien gobernado ni una casa bien administrada”. Es un finísimo retrato trazado con muchos años de antelación de la situación catalana en este último 11 de septiembre. Demasiadas ambigüedades, exceso de voces, inexistencia de liderazgos claros en ningún ámbito y, por supuesto, ausencia clamorosa de concordia. Empanada monumental y problema de difícil resolución.

Cuando estas últimas horas se conmemoraba la manifestación unitaria de Sant Boi de Llobregat en 1976 se soslayaba en buena parte de los recordatorios el gran elemento diferencial: en aquella ocasión sí que hubo un espíritu inequívoco de suma a favor de la libertad y de la recuperación de los derechos individuales y colectivos. Hoy, por más que los noticiarios de TV3 se empeñen en apelar a la inexistencia de libertad de manera recurrente y sin puntualización alguna, los catalanes analizamos de diferente modo el valor de ese término.

Las 'manis' de las últimas horas ya no cuentan con la fuerza de las de los últimos años. Pierden fuelle, cunde el hastío

En parte de la sociedad catalana libertad es sinónimo de hacer prosperar sus sentimientos individuales, vinculados a menudo pobremente al uso de una misma lengua. Para buena parte del resto, la libertad es otra cosa: la ausencia de restricciones, la capacidad de expresión abierta y la posibilidad de avanzar en el progreso de una comunidad cuyos límites únicos son sus capacidades de evolución en los marcos comunes de España y Europa. Nación libre, república libre, pueblo libre fueron algunos de los eslóganes que ayer afloraron de nuevo, peligrosamente utilizados para enardecer a los asistentes. Nacionalismo exaltado en estado puro.

Las manis de las últimas horas ya no tienen la fuerza de las más concurridas de los últimos años, lo dicen incluso los datos oficiales. Pierden fuelle, cunde el hastío y la parroquia empieza a darse cuenta de que la identificación entre crisis económica e independencia de los primeros años era sólo una inteligente coartada más de los promotores. Extendida, pero maniquea. Quedan los sentimientos, es obvio. Cincelados con escrupulosa paciencia por la clerecía mediática, los enseñantes abducidos por el nacionalismo y el uso de recursos públicos reclutadores de voluntades y personas, la dimensión sentimental es la mayor dificultad que afrontan hoy aquellos que usaron ese plano para acumular réditos políticos cortoplacistas. Deshacer ese entuerto no es sencillo y algunos viven atrapados en la madeja que contribuyeron a redondear.

Están también los acomplejados, que permanecen emboscados en el armario de lo políticamente correcto. Son muchos: sindicatos, asociaciones empresariales, partidos de izquierda, intelectuales temerosos y otro tipo de fauna que aguantan en el silencio cómplice como método conservador y silente de supervivencia. Al PSC esa actitud le ha costado cara. Con las centrales sindicales sucede algo similar. Quienes han empujado desde un lado han logrado que la gama de grises, la zona social tibia y de orden, haya saltado por los aires. Las zonas intermedias no tienen el amparo democrático de antaño y la discordia avanza sistemática e implacable.

La Diada se ha convertido en un híbrido entre el desafío por las causas abiertas en los tribunales y la defensa institucional ante lo que pueda venir

La Diada de este 2016 no es de la misma intensidad que las anteriores, lo dicen los números, incluso los oficiales. Pese a las apelaciones a jornada histórica, momento épico, punto de partida y un largo etcétera de románticos eslóganes, la división entre una parte de la izquierda, la provisionalidad del Gobierno catalán, el temor latente a que sus pasos administrativos puedan incurrir en errores judicialmente punibles, la imposibilidad de mantener el espíritu creativo del marketing político desarrollado hasta la fecha son razones suficientes para aminorar el empuje del movimiento independentista. Se ha convertido en un híbrido entre el desafío por las causas abiertas en los tribunales y la defensa institucional ante lo que pueda venir.

Por si todo eso fuera poco, las palabras de Carles Puigdemont apelando al diálogo en su discurso, insistiendo en la petición de un referéndum al Estado central, son un campo minado de ambigüedad no tan calculada como forzosa. Tan reveladoras como el discurso del cineasta Pere Portabella ante los manifestantes de Barcelona: sin prisas, pero sin pausas. El procés afloja su marcha, pero la falta de concordia catalana avanza al mismo ritmo en sentido contrario. Y ese es el principal problema que, en puridad, atenaza el desarrollo y la evolución de Cataluña.