Que Carles Puigdemont, de la mano de la clerecía que le acompaña como subvencionada corte en su viaje hacia la radicalidad, la insubordinación y la desobediencia, eleven la tensión a cotas peligrosas era previsible. Que incluso promuevan movilizaciones ciudadanas como las de ayer ante las puertas del Parlament es ya del todo inaceptable.

Al expresidente destituido y fugado parece importarle poco la convivencia en su tierra. A la CUP, en su coherente incoherencia, ya le va bien. Pero a ERC, que estaba dispuesta a emprender un nuevo camino mientras su independentismo tomaba oxígeno, lo que acontece le lleva a una situación de fragilidad. El presidente del Parlament, Roger Torrent, se vio ayer en el primero de los desafíos al que le someten sus socios nacionalistas. Y seguro que no fue de su agrado que Puigdemont le ninguneara al teléfono; por si fuera poco, seguro que sufrió cuando los Mossos d'Esquadra, su heroica y popular policía, se vieron obligados a cargar contra esos pacíficos ciudadanos para que respetaran la ley y los servicios de orden y seguridad.

ERC había decidido recuperar el tiempo perdido, ampliar su base para la causa y volver a cargar de recursos al movimiento desde las instituciones. Con Puigdemont usando a los radicales en la calle, se quedan en una situación de indefenso stand by que no les beneficia. Además, con su líder Oriol Junqueras en prisión, el partido se halla huérfano de directrices y capacidad de resolución política urgente. El expresidente kamikaze lo sabe y lo usa contra sus antiguos compañeros de coalición.

Es quizá el momento de que ERC, en una posición menos incendiaria, reciba algún gesto de colaboración de las fuerzas constitucionalistas para finiquitar la locura

Ayer, los convocados por la ANC sobrepasaron los efectivos policiales y se colaron en el parque de la Ciudadela a las puertas de la Cámara catalana. En uno de estos envites de radicalidad habrá que lamentar un disgusto humano irreversible. La tensión atizada por Puigdemont y los suyos alcanza límites inflamables. Es quizá el momento de que ERC, en una posición menos incendiaria, reciba algún gesto de colaboración de las fuerzas constitucionalistas para finiquitar la locura.

Igual tendría sentido que Catalunya en Comú y el PSC se sentaran con ERC para desmadejar el embrollo en que nos hallamos sumidos. Si los republicanos aparcan la cuestión de la independencia de manera temporal, se pueden formar otros gobiernos y es posible que hasta PP y Ciudadanos fueran generosos en la actual situación.

La formación de un nuevo Govern de la Generalitat ya no va, desde hace tiempo, de izquierdas o de derechas. El asunto tiene más que ver y guarda estrecha relación con las actitudes cuerdas y las patologías mentales. Hay políticos que apuestan por mantener la tensión y el enfrentamiento, y otros dispuestos a sacar la autonomía adelante. Igual una solución de concentración política debe investigar otros formatos, si lo que de verdad interesa es evitar males mayores o alejar del mapa a dirigentes dispuestos a jugar con fuego para proveer su salvación personal. Con apartar a Gabriel Rufián del asunto, quizá bastaría para que ERC volviera a ser una formación política en la senda de la democracia. Y eso le conviene a Cataluña y, por supuesto, a España.