En Cataluña estamos acostumbrados a las jornadas históricas. En la última semana hemos vivido dos de ellas, pero de las de verdad. Por aclamación popular --y por minutos de debate asociados--, la decisión de Leo Messi de quedarse en el Barça anunciada el viernes ha sido la principal. El astro argentino permanecerá en el club catalán y pone un punto y aparte al culebrón que empezó con el ya famoso burofax.

Ya veremos qué ocurre en enero, pero a nadie se le escapa que no se trata de una cuestión sólo deportiva. Quizá así sea para el jugador y su familia, pero el hartazgo con el que se justifica Messi ha sido el escenario ideal para la lucha política que se vive en el club. El nuevo intento del independentismo para hacerse con el control de una maquinaria de propaganda como pocas existen en Cataluña. Si Josep María Bartomeu tirase ahora la toalla y convocase elecciones, la falta de una candidatura oficialista les daría una ventaja con la que no podrán contar en marzo. Por eso la presión es máxima y viene de todos lados, incluso con acusaciones de corrupción contra la junta que, por ahora, resiste.

Se dice que en Cataluña existen dos tótems: el Barça y La Caixa. La entidad financiera también ha protagonizado otra jornada histórica esta semana. Con mucha relevancia, ya que afecta de una forma muy directa a los bolsillos de no pocos catalanes. El banco se fusionará con Bankia y dará forma a la entidad líder del país por volumen de negocio.

¿Saldrá Cataluña reforzada de esta operación? Por desgracia, resulta un actor insignificante. Tal y como hemos explicado en Crónica Global, al Gobierno le urgía colocar Bankia y dejar de ser su primer accionista. Apostó en un primer momento por el BBVA, pero nunca llegó a abordar en serio una fusión en este sentido por el pánico que suponía sentarse de nuevo en la mesa con el PNV. Después de las concesiones a los nacionalistas vascos de los últimos años --el canje por sostener a Ejecutivos de todos los colores y sacar adelante presupuestos--, no tenía mucho más margen de maniobra.

Con el Govern no ha sido necesario ni comentar la operación. La influencia del presidente catalán, Quim Torra, en las torres negras es nula y se limita a los exquisitos encuentros institucionales, unos foros sin margen para críticas. Los otros puntos de encuentro se enmarcan más en la confrontación inteligente que se reivindica desde el independentismo más irredento. El de los escraches a la entidad y las llamadas de boicot por su presunta falta de catalanidad que nos ha llevado al escenario actual. El de que Caixabank está a semanas de convertirse en el primer banco de España y la Generalitat se ha enterado por la prensa.

En un territorio que debería tener el cuerpo acostumbrado a jornadas históricas, cuando llega la que toca el bolsillo el Govern solo atina a soltar una advertencia casi pueril como la del recién nombrado consejero de Empresa y Conocimiento, Ramon Tremosa. Señaló que Bankia es una entidad rescatada y reclamó que la sede del grupo resultante estuviera en Barcelona, en línea con las declaraciones del presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, Joan Canadell.

Esta cuestión es de las pocas cosas claras actuales de la operación: se quedará en Valencia, ya que ambos grupos financieros están radicados allí. Fue otro consejero catalán, Pere Aragonés (Economía), el que puso el broche de oro final: enmendó las palabras de su socio en menos de 24 horas en la enésima pulla entre ERC y JxCat. Menudencias de los políticos que vieron desde la barrera el principal cambio en el mapa bancario del país de los últimos años.