Por mucha épica que los procesistas quieran imprimir a la causa independentista --algo que se remonta al sueño de Ítaca de Artur Mas--, lo cierto es que los condenados por la organización del referéndum del 1-O son delincuentes comunes. Aquí no hay presos políticos ni exiliados. Nada les diferencia del resto de presos con los que comparten módulo. Por tanto, que el Gobierno aborde ahora los indultos de los dirigentes independentistas condenados por el Tribunal Supremo entra dentro de la más absoluta normalidad. Así de garantista es nuestro ordenamiento jurídico.
Otra cosa es que, socialmente y políticamente, se considere prematura esa medida de gracia en el caso de acusados sentenciados hace apenas un año --las penas oscilan entre los 13 años de cárcel impuestos a Oriol Junqueras y los diez años de Joaquim Forn, mientras que a Meritxell Borràs, Carles Mundó y Santi Vila se les condenó solo a inhabilitación-- o sea interpretada como una concesión del Ejecutivo de Pedro Sánchez al independentismo.
El indulto ofrece en este caso un amplio abanico de posibilidades, pues puede ser total o parcial, y no tiene por qué aplicarse a todos los secesionistas por igual. Asimismo, son muchas las partes que pueden proponerlo --los propios condenados (que se niegan en este caso), la Fiscalía, el propio Gobierno, el tribunal sentenciador…--. Y, sin duda, se tendrá el cuenta el nivel de arrepentimiento de cada reo.
El proceso ni siquiera apenas ha comenzado y, como muy pronto, se concretará en marzo, por lo que podría coincidir con las elecciones catalanas, pues ese es el calendario que impone Quim Torra con su negativa a poner fecha de los comicios aunque el Supremo confirme su inhabilitación. Una condena, por cierto, que el futuro también podría someterse a la vía del indulto. Y más allá de los rigores procedimentales ¿no sería delicioso que el rey, tan denostado por los secesionistas, concediera el perdón al president?
Dicho de otra manera, la concesión (o no) de indultos a los reclusos secesionistas podría irrumpir, y de qué manera (la tibia reacción de los independentistas duros fue muy elocuente), en la próxima campaña electoral. Ya lo hizo en las elecciones de 2017, cuando el líder del PSC, Miquel Iceta, planteó la posibilidad de indultar a los procesados. Aseguran que la propuesta reventó la campaña de los socialistas y allanó la victoria de Ciudadanos.
Posiblemente, los comentarios de Iceta fueron prematuros, pero nunca en la historia de la democracia española ha habido un momento oportuno para hablar de indultos, siempre bajo sospecha por el color del gobierno de turno. Si esta medida de gracia es arbitraria, confusa o mejorable es algo que el legislador, arropado por una mayoría parlamentaria suficiente, podría abordar. No creo que estén los tiempos para abrir ese melón, y mucho menos a golpe de titular. Y lo que realmente es injusto es incurrir en un relativismo legal, consistente en cuestionar esa vía de perdón en función de los propios intereses.
La tramitación anunciada por el ministro de Justicia reaviva, de nuevo, el debate sobre la dureza de las condenas. Máxime cuando también se acaba de retomar la idea de revisar el delito de sedición que contempla el Código Penal. Otra iniciativa que populares y naranjas ven como cesión al “chantaje” independentista.
Sería interesante analizar si a la ciudadanía le interesa más asegurarse que los malversadores devuelven el dinero invertido en el proceso independentista a las arcas públicas y son incapacitados para ocupar cargo público alguno, o seguir pagando la estancia en prisión de los nueve presos. Pero eso entra dentro de las subjetividades y los sentimientos. Lo cierto, lo jurídicamente constatable es que en las dos únicas ocasiones que se ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el procés ha sentenciado a favor de la Justicia española, esto es, avalando el procedimiento judicial que derivó en las condenas.
Posiblemente no tengamos la mejor de las justicias posibles. Ni podamos fiarnos del todo de los motivos que llevan a un gobierno a perdonar a un reo. Pero es innegable que nuestro sistema jurídico es garantista y está sometido a muchos filtros precisamente para evitar arbitrariedades.