Llega el final. Las medias verdades, la idea de que la justicia en España no existe, el principio de que todo el mundo espera con los brazos abiertos a un nuevo Estado como Cataluña, la asociación entre el proceso independentista y la defensa de la democracia, todo eso, amigos, llega a su fin.

La justicia acaba de dejar a un Gobierno, que había sido acusado por el independentismo de romper la división de poderes, en una posición de extrema fragilidad. Todo un presidente del Ejecutivo ha quedado muy tocado por la sentencia del caso Gürtel. También un ministro como Eduardo Zaplana ha acabado en la cárcel, sin fianza.

Ahora el foco es otro. La política española, como las de otros países de su entorno --nos podemos fijar en Francia o en Italia, con importantes fracturas tectónicas-- experimenta un cambio trascendental. Son cuatro partidos los que compiten, con uno tan poderoso como el PP en franca decadencia, pero con estructuras fuertes, pese a todo.

Llega la hora de las coaliciones, como en la mejor tradición europea, no la de ahora estrictamente, sino la que surgió tras la II Guerra Mundial, cuando en la mayoría de países se aprendió a establecer acuerdos, a repartir el poder, a corresponsabilizarse en la toma de decisiones. Lo aprendimos en los manuales de Arend Lijphart, en Las democracias contemporáneas, y en los de Duverger. Todo parecía cosa del pasado, cuando, de repente, nos vemos en la tesitura de aplicar aquellas lecciones en España. Javier Zarzalejos, quien sirvió a José María Aznar en sus dos mandatos, a su lado en la Moncloa, asegura que llegan tiempos positivos, porque será obligación de todos llegar a grandes acuerdos y consensos, sin que nadie pueda eludir su responsabilidad, al margen de si prospera o no la moción de censura que ha registrado el líder del PSOE, Pedro Sánchez.                                                                            

Eso es bueno. Porque tampoco podrán ausentarse del terreno de juego los partidos nacionalistas, los independentistas catalanes, a los que se les acaba el juego, la idea ilusoria de "me voy de aquí, qué fácil que va a ser, con un Estado destartalado y a punto del rescate".

Lo que ocurra a partir de ahora será cosa de todos, porque el demos es uno, no varios. El independentismo ha engañado, ha querido achicar el espacio, dejando a los no independentistas prácticamente como unos desalmados, como pobres ignorantes que no saben lo que es la democracia. Han apretado mucho las tuercas y, afortunadamente, el conjunto de la sociedad catalana ha sabido aguantar, sin entrar en grandes conflictos --aunque han estado cerca--.

Si tuvo una oportunidad el independentismo, esa pasó. Seguramente fue justo después del referéndum del 1 de octubre. Una oportunidad para un lío monumental. Ahora toca volver a la política, a la racionalidad, a buscar acuerdos, a pensar en el conjunto, y a saber que toca rectificar. Y la ventana que se abre en Madrid puede ser la mejor excusa para ese obligado paso atrás.

Aunque a los amigos independentistas les sepa mal, el error no ha sido tanto de tal o cual protagonista, sino el de ensalzar la propia idea de la independencia. ¿De verdad lo han creído alguna vez? ¿De verdad profesores de universidad como Salvador Cardús se han creído sus propias palabras cuando decían: president --por Artur Mas-- zarpemos? ¿Zarpar a dónde Cardús?

La irresponsabilidad ha sido monumental. Pero todo toca a su fin. Se formará un Govern “efectivo”, y se entrará en el juego político. Y es en España, en el conjunto, donde se deben dirimir los asuntos.

Llegan cambios en Madrid, llegan obligaciones y oportunidades. Y llegan también para todos los catalanes, que han estado durante demasiados años en manos de unos dirigentes caprichosos y fuera de la realidad.