Para muchos, las encuestas de Tezanos están bajo sospecha. Pero, mientras no se demuestre lo contrario, vía sondeos alternativos, parece que a los españoles ya no les preocupa lo más mínimo el jaleo independentista. Asegura el CIS que los ciudadanos ven más crispación en los discursos de PSOE, Podemos, PP y Vox que en las soflamas de ERC, Junts per Catalunya y la CUP.

Ese parecer puede ser interpretado de varias maneras. Que el procés, definitivamente, ha muerto. Que la sociedad está harta del victimismo secesionista. Que las urgencias y/o preocupaciones pasan ahora por el recibo de la luz. O que el presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas quiere echarle un cable a Pedro Sánchez y minimiza los efectos nocivos de sus socios.

Quizá los resultados de ese barómetro sean fruto de una combinación de todos esos elementos que, en resumen, indican que el secesionismo ya no da miedo. Ya no importa. Ya no se ve como una amenaza. Y, efectivamente, ya no lo es para la unidad de España. Lo dijo el presidente Sánchez en la sesión de control celebrada ayer, centrada, como no podía ser de otra manera, en el caso Pegasus. Cinco años después de los traumáticos sucesos de 2017, el secesionismo se mueve en los cauces de la legalidad en cuestiones fronterizas, pero sigue paralizando la acción del Govern.

Pere Aragonès no quiere seguir los pasos de sus predecesores y no solo se blinda jurídicamente, sino que intenta, con mayor o menor fortuna, equilibrar el postureo con el pragmatismo. La CUP, que estaba llamada a ser socia externa del Govern, ha marcado distancias y ERC centra sus esfuerzos en estrechar lazos con los comunes, quienes apoyaron sus presupuestos. Ambas formaciones se necesitan para gobernar el Ayuntamiento de Barcelona tras las elecciones municipales de 2023, a pesar de que las encuestas de intención de voto dan al PSC como ganador. Por su parte, Junts per Catalunya ha optado por conciliar sus dos almas para que la más dura, la fiel a Carles Puigdemont, no dinamite las expectativas de pacto. Los herederos de la antigua CDC, los representados por Jordi Turull, exigen levantar el cordón sanitario respecto al PSC. Eso no agrada a Borràs, que ayer lanzó una advertencia tan increíble como absurda: la militancia debe decidir si se mantiene la coalición con ERC en el Govern y con los socialistas en la Diputación de Barcelona.

Vamos a ver. Borràs es presidenta del Parlament y tiene el sueldo asegurado –bueno, no tanto, porque está pendiente de juicio por sus supuestas corruptelas— y parece que le da igual que los consejeros del Govern y decenas de altos cargos pierdan sus elevados salarios. Lo de Borràs suena a vendetta por haber quedado excluida del Consell Executiu tras las elecciones del 14F. Y también por el manifiesto de los consellers a favor de un tándem que evitara el cisma en JxCat. La presidenta in pectore de los neoconvergentes amenaza con una doble crisis de gobierno. ¿En serio? ¿A un año de los comicios locales?

En un mundo ideal, esas pugnas, rivalidades y, en algunos casos, odios partidistas deberían quedar al margen de la gestión del gobierno. Pero no. De ahí que el independentismo quizá haya dejado de dar miedo, pero sigue siendo nocivo. Porque no afronta los problemas que realmente importan a los ciudadanos. Porque centra todos sus esfuerzos en demostrar un músculo identitario que, tras el fracaso del procés, nadie o casi nadie le pide ya. Ese marcaje soberanista, aunque Tezanos minimice su impacto, contamina también el debate en el Congreso, donde ayer se discutió sobre el cese de la directora del CNI como resultado de la indignación de Aragonès, sometido a seguimientos, tema del que también se habló en la sesión de control del pleno del Parlament y que rivalizó en interés con la ejecución forzosa de la sentencia que obliga a impartir un 25% de horario lectivo en castellano en los colegios. ¿Qué esperaban los partidos políticos después de 40 años de parsimonia política? ¿Que la garantista justicia desistiría de hacer cumplir las leyes y la Constitución?

El debate sobre la inmersión es uno de los mejores ejemplos de hasta qué punto se puede llegar a politizar una cuestión educativa y social, de cómo los intereses partidistas bloquean soluciones que, efectivamente, pertenecen al ámbito pedagógico. Pero después de cuatro décadas de bloqueo en la búsqueda de soluciones, es lógico que la defensa de los derechos lingüísticos —¿acaso no los tenemos quienes somos castellanohablantes?— hayan trascendido al ámbito judicial. Los independentistas, unos más que otros –ERC es perfectamente consciente de cómo debe abordar el asunto, pero todavía le pesa la presión neoconvergente—, pervierten la separación de poderes y llaman “injerencia aberrante” a lo que en realidad es estado de derecho y sistema democrático.

¿Qué tipo de Justicia plantearían estos partidos en una Cataluña independiente? Sabemos lo que pretendía perpetrar Puigdemont porque quedó reflejado en su ley de transitoriedad hacia la república catalana: el control absoluto de jueces por parte del Govern. Lecciones, las justas.