El final del camino. Por agotamiento. Porque ya no hay otra posibilidad. De hecho no la hubo nunca. Fue un plan que se iba elaborando sobre la marcha, con la voluntad siempre de que se pudiera aplicar la segunda opción, y no la primera. Pero la negativa de Mariano Rajoy a considerar lo que pasaba en Cataluña como un problema político le llevó a no mover un dedo. Y las sospechas mutuas, en el campo independentista, los recelos y el afán de poder, condujeron hacia una declaración de independencia sin sentido, y a una judicialización del problema que al independentismo no le quedará otra que asumir. Pero, con mayor o menor gracia y convencimiento, y tras lo sucedido esta semana, la conclusión es clara: ¡este cuento se ha acabado!

Habrá un reacción importante, movilizaciones poderosas y protestas si la sentencia del Tribunal Supremo es condenatoria. Los políticos independentistas presos deberán asumir las posibles penas y los partidos soberanistas reorientarán sus estrategias. No se trata de encajar todos los golpes. Simplemente no hay una alternativa viable. Y, pese a que la ANC, que lidera Elisenda Paluzie, u otros colectivos y partidos, como la CUP, puedan iniciar un proceso de desobediencia, con la reclamación de una vía unilateral, la sociedad catalana intentará pasar página.

El acuerdo entre el PSC y Junts per Catalunya en la Diputación de Barcelona marca un punto de inflexión. La batalla interna en el independentismo será intensa, porque las dos fuerzas políticas nunca han asumido la posibilidad real de la independencia, y lo que han hecho es intentar ganar el espacio central. Y Junts, es decir, los exconvergentes, han querido ganar aire, buscar espacios de consenso y pactar con los socialistas para sacar la cabeza frente a Esquerra Republicana.

No es algo menor. Son ayuntamientos, municipios pequeños y grandes, con un presupuesto que acaricia los 1.000 millones de euros. Y se trata, principalmente, de una nueva relación con el PSC, que ha entendido que los exconvergentes ofrecen una mayor fiabilidad que los republicanos.

La reacción de los guardianes de las esencias ha sido ilustrativa. Es el caso de Pilar Rahola, que acusa al independentismo de no tener ninguna estrategia. El problema, sin embargo, que Rahola no puede explicar, es que esa estrategia es imposible. No la puede tener el independentismo porque no es ningún movimiento real en busca de ese objetivo. Es un nuevo ropaje del nacionalismo catalán, que lo que desea es conseguir el poder y retenerlo, es tener más recursos y mantenerse a flote, y es también el deseo honesto de mejorar la situación económico-social de Cataluña (de algunos). No hay otra cosa, porque no la puede haber en el siglo XXI. Porque la independencia de Cataluña es algo demasiado complicado y costoso, y, además, no existe una mayoría social capaz de arriesgar y dejar de lado proyectos de vida particular en beneficio de una quimera colectiva.

Este cuento se ha acabado. Se inició con falsas promesas y acaba con una batalla campal, con reproches de todo tipo entre los dirigentes de Junts per Catalunya y ERC. No hay confianza, ni proyecto común. Lo que hay es un espacio común en torno a los políticos presos y a sus familiares (no es algo menos importante), que buscará una salida digna y viable, cuando la justicia deje paso a la vía política.

El independentismo ha comenzado a vislumbrar el error. El mundo corre a toda velocidad, y Cataluña está situada en una encrucijada: la identidad y los debates sobre qué somos y cómo nos reconocen es vital en el debate político actual, como recuerda Fukuyama en su último libro, Identidad, la demanda de dignidad y las políticas de resentimiento. Pero es que muchas de las demandas de los catalanes ya se habían conseguido, dentro de un país como España que ha experimentado uno de los saltos más grandes en el concierto mundial en las últimas cinco décadas.

Toca recoger velas, paliar lo que se pueda, y comenzar a establecer acuerdos transversales, plurales y efectivos. Toda la sociedad catalana se verá beneficiada.