La esperanza asoma en Cataluña, de forma tímida. Aparecen brotes de sensatez y hay un deseo de que en la próxima legislatura se trabaje por las cosas de comer, por resituar la economía catalana y por reequilibrar los desajustes sociales que se han producido en los últimos años. Pero mucho más que eso. Se dibuja un nuevo horizonte en el que Cataluña recupere su respetabilidad, en el que los más jóvenes puedan creer de verdad en su futuro. Y no se trata de un proyecto concreto, de unas siglas determinadas. Es un clima nuevo, una necesidad vital después de tantos años de combate estéril y de parálisis institucional. Se percibe en las patronales y en los sindicatos, y en partidos políticos. En el PSC y en sectores de ERC, también en un tejido asociativo agotado por la situación que ha provocado la pandemia.

Todo ello es una realidad, débil, que veremos cómo se traduce en las elecciones autonómicas, si finalmente se celebran. Porque, en paralelo a las esperanzas que un sector de la sociedad catalana se empeña en mantener, también existe una Cataluña que ha interiorizado una especie de catecismo que tergiversa la base de una democracia.

El cómo se ha llegado a esa situación sigue siendo un misterio. Las explicaciones sobre la capacidad del discurso nacionalista no son suficientes. Porque ese catecismo, al parecer, también lo ha asumido un político como Pablo Iglesias. Se trata de considerar que los acuerdos de orden político son superiores, y que deben prevalecer por delante de leyes y de jueces. Es decir, se trata de un regreso a lo pre-político, a la dictadura del “pueblo”, que no guarda ninguna relación con la democracia liberal que impera en los países civilizados de este planeta.

Un acuerdo entre partidos políticos, por mayoría, aunque uno discrepe, no puede imponerse sobre una decisión de un tribunal al que ha acudido un particular, un partido o una entidad. La democracia liberal parte de un conjunto de instituciones que actúan como contrapesos. No es el legislativo el que manda, ni el ejecutivo. Ni tampoco debe mandar el poder judicial. Recordemos, en este último caso, la operación Mani pulite (Manos limpias), el proceso judicial llevado a cabo en Italia dirigido por el magistrado Antonio Di Pietro, que podía estar justificado, pero produjo un efecto no deseado. Acabó con el sistema de partidos italiano y facilitó la aparición de la Lega Norte, de Silvio Berlusconi, en los primeros años 90, el primer gran populista europeo.

Esa idea del acuerdo de partidos la defiende el Govern independentista de Junts per Catalunya y ERC, al entender que la decisión de desplazar las elecciones del 14 de febrero al 30 de mayo no tenía por qué ser cuestionada. Y que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) no debe inmiscuirse, porque se trata de un acuerdo político. Afirmar eso, defender esa posición, solo puede entenderse bajo dos premisas: una enorme incultura democrática o auténtica mala fe.

Inclinarse por la primera parece lo más conveniente. Principalmente porque en los últimos ocho años se ha manifestado en diversas ocasiones. Es como un virus --y se perdonará la comparación con el virus del Covid-- que se ha instalado en Cataluña. Todo el proceso independentista se asocia a una voluntad democrática que deja en el lado de los no demócratas a todos los que cuestionan la candidez del movimiento rupturista. Al otro lado del Ebro, aparece Pablo Iglesias con una afirmación propia de un niño pequeño: estar en el Gobierno no implica que se tenga el poder. Lo dice como un hecho, como una descripción que se podría quedar ahí. Pero se intuye que Iglesias lamenta esa realidad. Porque si recibes una mayoría de votos y tienes el Gobierno, eso debería comportar ostentar el Poder, con mayúsculas. Iglesias quedaría como un perfecto demócrata si, tras esa afirmación, añadiera un lacónico ‘afortunadamente’ no se tiene el poder. Pero no lo hace. Y comparte con el independentismo ese peligroso desliz por identificar las mayorías políticas con la democracia, dejando en la intemperie al necesario poder judicial, a la sociedad civil articulada, al particular que defiende sus derechos como ciudadano, en definitiva, al resto de instituciones que conforman un Estado democrático de derecho. Y lo más importante, dejando en la estacada a las minorías que son, precisamente, las que más se deben respetar en un sistema democrático.

Comienza a ser muy preocupante que se instale esa convicción. Lo que lleva a pensar, respecto a Cataluña y a una cierta izquierda en el resto de España, que no se ha aprendido nada, y que la incultura democrática es manifiesta.

Los discursos se repiten, en el Parlament y en los medios de comunicación, y la palabra "democracia" se pronuncia una y otra vez en vano. Ese espíritu, que ha tergiversado las democracias liberales en otros momentos de la historia, debe combatirse con pedagogía y paciencia. No queda otra. Es lo que toca, y todavía con más insistencia ahora que se asoma un nuevo periodo que debería estar marcado por el respeto al otro y por la necesidad de proteger y mejorar la convivencia.