Es la segunda vez que se produce una situación de bloqueo político en un corto espacio de tiempo en este país. Aparentemente, la ley electoral y el sistema que rige la investidura del presidente del Gobierno son demasiado rígidos para dar estabilidad a las instituciones del Estado, que es uno de los objetivos de ambas normas.

El PSOE obtuvo 123 diputados en las últimas elecciones, pero necesita el apoyo de 176 para que su candidato sea elegido en primera votación, y a partir de ahí más votos a favor que en contra. Con idéntica base parlamentaria, el PP se negó en 2015 a pasar por una derrota y forzó la repetición electoral a mediados de 2016 en la que ganó 14 diputados adicionales, lo que junto con la abstención del PSOE le permitió gobernar a trancas y barrancas hasta que en junio de 2018 Pedro Sánchez reunió una mayoría de censura contra Mariano Rajoy, y pasó a presidir el Consejo de Ministros con solo 84 diputados propios.

En la situación actual, el partido socialista amenaza con repetir elecciones en la seguridad de que una nueva convocatoria debilitaría a sus oponentes. Y, mientras tanto, mantiene unas negociaciones que dibujan una situación política más complicada de lo que en realidad es. Las filtraciones y los desmentidos posteriores contribuyen a presentar un escenario imposible, un mensaje que bien utilizado puede convencer a muchos ciudadanos de que un nuevo reparto de cartas es ineludible.

Sánchez quiere modificar el artículo 99 de la Constitución, el que regula cómo el Congreso elige al presidente. El PSOE es partidario de adoptar el modelo vasco, en el que la segunda ronda no permite votar en contra: los 75 diputados del Parlamento de Vitoria tienen que pronunciarse por uno u otro candidato. El PP, en cambio, prefiere el sistema griego, que regala 50 diputados al partido que obtiene más apoyo popular y garantiza así la mayoría absoluta.

Cualquiera de los dos métodos serían prácticos, aunque un poco artificiales. El vasco tiene la ventaja de que permite gobernar, pero obliga al pacto, algo semejante a lo que ya sucede en nuestros ayuntamientos.

De todas formas, si observamos los últimos años con perspectiva es fácil llegar a la conclusión de que quizá hemos magnificado lo que supone la mayoría absoluta. Desde 2011, cuando se produjeron las últimas elecciones en las que un partido obtuvo más de 176 diputados --Rajoy consiguió 186--, las cosas no han ido mal en el país. La prima de riesgo sigue reduciéndose, mientras que la economía ha mantenido un crecimiento anual de un punto por encima de Alemania, el motor europeo. La tasa de paro, aun siendo elevadísima, se contrae de forma sostenida: dos puntos en el último ejercicio.

Se puede decir que en muchos aspectos el país funciona al margen del Gobierno, lo que es una buena y una mala noticia a la vez, pero que en todo caso le resta dramatismo al espectáculo al que asistimos en las últimas semanas.

En realidad, el único problema que ha crecido en España en ese periodo postcrisis ha sido el que plantea el nacionalismo catalán, envalentonado por la ausencia de respuesta de Rajoy, incluso cuando tenía una cómoda mayoría parlamentaria. Y, también, la otra cara de la misma moneda: la aparición de Vox.