Que lo más trascendente de las protestas indepes del 21D sea el baño de realidad que le dio un mosso antidisturbio a un CDR agente rural --"¿Qué república ni qué cojones? ¡La república no existe, idiota!"-- indica mucho sobre el nivel del procés y el de sus seguidores.

Esas dos frases son el resumen perfecto de lo que ha sido este disparate, describe de forma fidedigna la situación actual y da algunas pistas sobre cuál es la estrategia que el constitucionalismo debería seguir frente al independentismo. Quizás por eso y para evitar que cunda el ejemplo el conseller de Interior, Miquel Buch, ha anunciado que abrirá una investigación contra el mosso filósofo. Delirante.

Lo cierto es que todo el procés ha sido un fake. Con unos efectos terribles para los catalanes --y probablemente de forma especial para sus impulsores-- que durarán generaciones, sí, pero un fake. Fueron un fake los dos referéndums secesionistas (el 9N y el 1-O). Fueron un fake las elecciones plebiscitarias del 27S de 2015. Fue un fake la promesa de Rufián de abandonar el Congreso 18 meses después (“ni un día más”). Fueron un fake las dos duis (10-O y 27-O; la primera, de ocho segundos de duración, y la segunda, seguida de una vergonzosa estampida de sus líderes más destacados, al más puro estilo Dencàs). Es un fake el Consell per la República de Puigdemont (inicialmente, “de” la República, pero convenientemente modificado para suavizar el ridículo). E incluso ha sido un fake la grotesca huelga de hambre de los cuatro magníficos de Lledoners (ni tres semanas ha durado la dieta).

A pesar de ello, hay dos millones de ingenuos que se lo creyeron todo. Y muchos de ellos son gente leída. Recuerdo que poco después de la DUI del 27-O coincidí con una destacada periodista independentista en una tertulia de la emisora de radio con mayor audiencia de Cataluña. Para mi sorpresa, ella aseguraba que ya vivíamos en la República catalana aunque faltaba “implementarla”. Pese a mis obstinados esfuerzos, no hubo forma de hacerla descender al planeta Tierra. El moderador --que en ningún momento abandonó la equidistancia entre la realidad y Matrix-- me instó a dejarla en paz tras varios minutos de diálogo de besugos.

Es triste pero esto es lo que hay. Y es que, al final, el único problema político de calado que hay en Cataluña es que una buena parte de los independentistas vive al margen de la realidad. Y para reconducir esa anomalía no hay promesas de Estatutos inviables ni de aumentos indeseables del autogobierno que valgan. Lo mejor es la terapia de shock. Sin rodeos. Explicarles una y otra vez que la república no existe (ni tiene pinta de que vaya a existir en las próximas generaciones). Especialmente si se está convencido --como es mi caso-- de que la inmensa mayoría de esos dos millones de personas superan el nivel mínimo de raciocinio que se le presupone a un adulto. Eso, y animarles a que aprendan a gestionar mejor sus frustraciones. Además de aplicar la ley (con baile de bastones incluido para los violentos, si perseveran en su actitud), solo nos queda suministrar altas dosis de pedagogía. Cualquier otra estrategia es inútil.