Barcelona acogerá este domingo otra gran manifestación. En esta ocasión, para reivindicar el bilingüismo real en las aulas catalanas (de los centros públicos, básicamente) tras un inicio de curso en el que la Generalitat ha sacado pecho de que en el modelo de escuela catalana solo cabe el catalán. Aunque sobre el papel aceptara al castellano como lengua curricular --el catalán siempre ha sido la vehicular-- y se comprometió a reforzarlo en las zonas con mayores necesidades lingüísticas en este sentido, la política marca la agenda.

Al Govern no se le escapa que, en estos momentos, el único punto de encuentro del ámbito independentista es la defensa a ultranza del catalán de un presunto ataque. Y hace bandera de ello con declaraciones tan sonoras como la reciente advertencia del consejero de Educación, el cuestionado (por su gestión, sobre todo en lo laboral) Josep Gonzàlez-Cambray, de que los profesores no pueden elegir la lengua en la que imparten las clases.

Esta declaración de intenciones se estrella contra la realidad de las aulas y demuestra que, de nuevo, desde los despachos se mira muy de lejos lo que ocurre en clase. Que le digan al profesorado de los centros con necesidades educativas especiales que lo prioritario es que no se apee del catalán. No que intenten que los alumnos vayan a clase primero y que su paso por la escuela sea útil, incluso que algunos de ellos encuentren en la formación obligatoria la llave del ascensor social que les permitirá romper la cadena de precariedad a la que están ligados por nacimiento, tal y como muestran los datos de forma insistente. Más, en una sociedad en que las desigualdades son cada vez más acusadas.

Los que defienden que es el catalán lo que le permitirá prosperar (los mismos que aseguran que es la fórmula perfecta de la integración, como si por arte de magia hablarlo te diera vinculación y reconocimiento en el territorio) tienden a olvidar que ninguna lengua tiene este poder si no va acompañada de un Estado del bienestar. Y el nuestro aún no se ha recuperado del envite que sufrió en 2010, cuando la apretada de cinturón casi se lo carga.

El corolario de crisis y minicrisis que han seguido al fin de la burbuja inmobiliaria ha impedido una recuperación en tiempo y forma, por lo que aún se tiene que recorrer mucho camino en este sentido. En lo escolar, apenas se acaba de reabrir el debate sobre la necesidad de recuperar la sexta hora lectiva en la pública para equipararla a la de la concertada y la privada. Y es que, sí, también existe una educación a dos velocidades que depende del bolsillo y las posibilidades de la familia.

Pero lo importante para el Govern es sacar pecho de que defiende a capa y espada el catalán y que acaba con la injerencia insoportable de los tribunales de fijar una hora más de castellano semanal cuando las familias lo han pedido, el 25%. Incluso este extremo es falso, ya que en la mayoría de centros donde se aplica --20 de 25-- se ha optado por mantenerlo para que las direcciones se ahorren la desobediencia. Por algo tan simple como que solo unos pocos se creen la promesa de Cambray (ya hemos dicho que no tiene demasiado predicamento entre la comunidad educativa) de que protegerá hasta las últimas consecuencias a los docentes desobedientes ante la justicia.

En cuanto a predicar con el ejemplo, el Ejecutivo catalán tampoco hace los deberes en este sentido. Los que tienen hijos en edad escolar, incluso el mismo conseller, apuestan por centros concertados en los que no es que se apueste por el bilingüismo, sino que de forma directa son trilingües. La aspiración de la mayoría de las familias que también va muy vinculada a los recursos, ya que las desigualdades se dan entre los que se pueden pagar extraescolares o no.

La manifestación de este domingo se venderá como un aquelarre de fachas. Se focalizará en que el líder de Vox, Santiago Abascal, la de Ciudadanos, Inés Arrimadas, y la portavoz del PP, Cuca Gamarra, han usado a las entidades promotoras como plataforma política para crear divisiones y barrer para sus casas, con un intento de pescar votos más fuera de Cataluña que dentro. Y que el papel de cualquier buen catalán --porque repartir carnés lo hace todo el mundo-- es rechazar de frente la protesta y gritar fuerte a los manifestantes que son unos fachas. Es decir, politiqueo y postureo a raudales.

Por desgracia, queda en segundo plano que la escuela pública catalana agoniza, requiere recursos y de un plan a largo plazo. Y que si el catalán quiere tener una oportunidad en el futuro, debe ser un idioma querido para todos los 7,75 millones de catalanes. Si es una lengua de parte, como ocurre en la actualidad, está perdida.