Las manos en la cabeza. Cómo es posible. Las reflexiones de sociólogos y politólogos no dejan de girar sobre un mismo fenómeno: la incapacidad de escuchar al adversario político. El cambio es tan sustancial que ya no se habla --precisamente-- de adversarios, sino de “enemigos políticos”. La bronca es constante, con la creación de grupos homogéneos que discrepan de los otros grupos, a modo de tribus, y que defienden no únicamente una ideología política, sino que bajo una determinada etiqueta se sitúa la relación con la comida, una apuesta por una determinada energía, la forma de vestir, la educación de los hijos o cómo se viaja y se pasan las vacaciones.

Es un mundo nuevo que se ha consolidado en Estados Unidos, pero que se generaliza en todos los países occidentales. Es un proceso de polarización que se puede ilustrar con los datos de encuestas en EEUU. En 1960 se preguntó a una muestra de la ciudadanía estadounidense sobre la actitud que se adoptaría si un hijo o hija se casara con un miembro del partido opuesto al que ellos defendían en casa. Solo el 5% de los republicanos y un 4% de los demócratas admitieron que eso les podía molestar. El porcentaje, como señala Fernando Vallespín en su imprescindible libro La sociedad de la intolerancia (Galaxia Gutenberg), se incrementó en las siguientes encuestas hasta una de YouGob de 2010 en la que el 49% de los republicanos y el 33% de los demócratas se mostraban muy preocupados de que sus vástagos pudieran tomar esa opción. Esos números han ido en aumento, según Vallespín. En España, una encuesta de Metroscopia preguntaba sobre la conexión entre amistad y adscripción a uno de los dos bandos en Cataluña, en función del apoyo al proyecto independentista. Y las cosas parecen claras: solo el 15% de los que se defienden como independentistas cuenta entre uno de sus tres amigos más próximos a no independentistas. En el otro campo, la situación es similar: Solo se da en el 19%. La polarización no es un mito: existe.

Lo que realmente está en peligro, siguiendo a Vallespín, es la tolerancia, la actidud necesaria para tomar distancia, comprender al otro, y buscar espacios de consenso. Lo que podría quedar en el olvido es la necesidad de tomar del otro aquello que sí se comparte, estableciendo puntos de intersección, y alejándose de la tribu, de todos aquellos que nos dicen cómo vivir, en todas las esferas, desde la política al ámbito del ocio, y, por supuesto, de la alimentaria.

En España, sin llegar a los extremos de Estados Unidos, donde impera el movimiento woke --la locura de las identidades de todo tipo--, se han constituido posiciones como la que ha verbalizado Pablo Casado: la apuesta por la energía solar “es de izquierdas”, y la preferencia por la nuclear “es de derechas”, según los más veteranos izquierdistas. Y si cada uno se instala en esos cajones, ¿se puede llegar a alguna solución para el conjunto de la sociedad?

Por eso es importante recurrir a la ironía, a la distancia y el humor de Daniel Gascón, con sus dos libros Un hipster en la España vacía y La muerte del hipster (los dos en Random House). Lo que plantea Gascón es que nos podemos reír de nuestras apuestas ideológicas --el hipster que se va al campo y se hace alcalde--, lo que conecta con la defensa de la tolerancia de Vallespín. Y surge con ello la pregunta, y la posible respuesta. En el caso del movimiento independentista en Cataluña, tema que se trata en La muerte del hispster, ¿pudo haber sido más eficaz tomarse con distancia todo lo que pretendía hacer el Govern de la Generalitat? Aunque es evidente que ocurrieron cosas muy serias --se vulneró la ley y se retó al Estado-- en muchas ocasiones en España todo se toma a la tremenda, y la primera reacción siempre es la de castigar al contrario. Esa misma reflexión se puede establecer con Vox, cuyos dirigentes intentan provocar y lograr que la bancada de izquierdas los acuse de fascistas y los excluya de toda conversación pública. Un error, por ejemplo, que comete el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, al rechazar el saludo al jefe de filas de Vox en el Parlament, Ignacio Garriga. Es un representante de una parte de los catalanes. Y ha ganado un escaño en la Cámara parlamentaria. Por tanto, es uno más de los 135 diputados.

Se trata de tolerancia, de actuar pensando en el conjunto. Y de no negar el saludo a nadie, como idea que puede ilustrar lo que Vallespín defiende.

Porque adoptar otro camino es lo que deteriora cada vez más a las democracias occidentales de raíz liberal. Considerar que con el otro no se debe hablar, con 'los fascistas' de Vox, es otorgarles una gran baza que les hace más fuertes. No solo a sus dirigentes --que dan un poco de risa, desde Abascal a Espinosa de los Monteros--, sino a sus votantes, que son exactamente los mismos ciudadanos que se pueden inclinar por uno u otro partido. Y que pueden considerar que están en el bando correcto cuando los ignora la izquierda o la intelectualidad que se cree superior desde el punto de vista moral. Ese error lo comete mucho más la izquierda que la derecha. Es así. Hay que argumentar, entrar en todos los terrenos de juego, respetar al que no piensa igual, y buscar acuerdos en todo lo que se pueda, desde las propias convicciones. 

Es lo que nos enseñan Vallespín y Gascón, por caminos diferentes. Y nadie podrá decir que ellos dos han dejado en un cajón sus propios principios.