El desastre del Mar Menor es la señal de alarma que debería marcar un antes y un después en la política turística española. La muerte de la mayor laguna salada de Europa ha sido provocada por los productos contaminantes que la explotación agrícola intensiva –tanto legal como furtiva-- le ha estado abocando, además de las aguas negras procedentes de la urbanización excesiva del entorno que las lluvias torrenciales arrastran. El origen está en el campo y en el turismo, efectivamente, pero la responsabilidad apunta a quienes, pudiéndolo evitar, han mirado hacia otro lado a lo largo de los años.

Ese es el punto común entre la crisis de Murcia y el resto de zonas turísticas de España. Este verano lo hemos visto: aun con pocos visitantes extranjeros, la mayor parte de los destinos costeros, y muchos del interior, han colapsado. La hipoxia ha acabado con la fauna y la flora del Mar Menor, y está a punto de ahogarnos en los lugares donde irracionalmente nos hacinamos cada vez que tenemos unos días libres.

Repasando la saturación que se ha producido en agosto en tantos lugares, El País recordaba el otro día una frase brutal: “Es como tratar la obesidad a un paciente recetándole un pantalón más grande”. El padre de esta reflexión es el urbanista norteamericano Lewis Mumford, muy crítico con la creación de más y más infraestructuras para satisfacer la voracidad turística en lugar de modularla. ¿Sería concebible en estos momentos que nadie pusiera freno a la construcción de papeleras o cementeras en un mismo territorio para responder a la demanda del mercado?

La Costa Brava es un buen ejemplo de cómo contribuimos a la asfixia de un regalo de la naturaleza que tenemos la obligación de preservar. La borrasca Gloria dejó sin arena una buena parte del litoral, lo que aún limita la capacidad de sus playas y que ha sido especialmente importante estos dos veranos de pandemia en los que se debían mantener las distancias. ¿Se ha hecho algo aparte de aquellas patéticas cuadrículas que ensayaron varios consistorios en 2020?

¿Cuántos ayuntamientos tienen calculada la capacidad máxima de absorción de visitantes de su ciudad? ¿Les consulta para conocer su punto de vista? No es lógico que se den licencias de construcción cuando el suelo se agota (ahí vemos los efectos de las lluvias fuertes de estos días), la localidad es incapaz de ofrecer servicios adecuados y sus bares y restaurantes están atestados no necesariamente por el respeto a las distancias o las limitaciones de aforo.

Los municipios tienen competencias para actuar en este terreno y también pueden delegarlas en las diputaciones. La Generalitat ha puesto en sus manos la vigilancia de los pisos turísticos y la sobreocupación que se produce en la mayoría de ellos. Solo hay que echar un vistazo a los anuncios: se alquilan apartamentos de 50 metros cuadrados para cuatro personas, pese a que como máximo caben dos. El Govern le pasa el marrón y el consistorio lo traslada a la comunidad de propietarios.

No tiene sentido llenar de festivales los agostos de nuestra costa cuando ya no cabe ni un alfiler, como tampoco lo tiene mantener las fiestas patronales en esos días centrales. Se trata de celebraciones concebidas para el disfrute de los residentes y atracción de los foráneos, pero que han perdido la razón de ser en una época en la que el objetivo debe ser diversificar la afluencia de visitantes más allá del verano, incluso ponerle freno. Quien haya estado en la costa catalana o en el Pirineo el mes pasado habrá podido comprobar hasta qué punto las costuras de la industria turística están a punto de reventar.

Siempre hemos creído que la democracia es más efectiva cuando los centros de poder están más cercanos a la población. Pero la realidad cuestiona ese principio de subsidiariedad porque los consistorios carecen a menudo de fuerza y autonomía para vencer la presión de intereses que pueden parecer locales, pero que a menudo tienen una dimensión muy superior.