La principal cualidad del candidato Manuel Valls es su profesionalidad. Uno podrá estar de acuerdo o no con sus propuestas, pero lo innegable es que las tiene y que, aparentemente, no duda en comprometerse. Ese es el valor añadido que aporta a la política catalana. No es un hombre formado en la prestigiosa Escuela Nacional de Administración (ENA), de donde han salido tantos políticos y ejecutivos franceses, pero lo parece.

Durante muchos años, los españoles hemos estado despotricando contra los cargos que tardaban decenios en apearse del coche oficial y de la moqueta, pero ahora conocemos el altísimo precio de que sean aficionados los que se encarguen de los asuntos públicos.

La interminable crisis económica generó una contestación social de la que nacieron liderazgos, de los que posteriormente salieron partidos y líderes políticos. Son activistas, amateurs de la política, como se comprueba con facilidad cuando alcanzan un puesto en cualquiera de las administraciones, incluso antes, cuando logran ser parlamentarios.

El caso de Ada Colau y la mayor parte de su equipo de gobierno en el Ayuntamiento de Barcelona es un ejemplo de libro. Sus quejas acertadas y sus denuncias justificadas lograron en 2015 el apoyo de 176.000 barceloneses, una buena parte de los cuales aún están asombrados tras oírle decir en tono apesadumbrado que eso de gobernar es más complicado de lo que parece. Cuando su mandato se acerca al final el balance es decepcionante, incluso para sus votantes.

Quim Torra, que reconoce estar en Palau de vicario de Carles Puigdemont y que no disimula el deseo de volver a sus cosas cuanto antes, es otra muestra escandalosa de arribismo cuyas consecuencias reales tardaremos años en conocer. Procede igualmente del activismo, aunque en este caso es el cultural y el étnico. La distancia entre este president y el hábito con que se cubre es tan escandalosa que su papel no es verosímil para nadie. Es como si no estuviera.

¿Qué decir de los dos diputados de ERC que fueron el miércoles al Congreso a montar su particular show? Uno insultando a ritmo de tuit al ministro de Asuntos Exteriores, elemento fundamental en la política del Gobierno frente al secesionismo, y el otro simulando un sipi contra el mismo Josep Borrell para provocar su respuesta. Eso no es política, es matonismo del estilo al que nos tienen acostumbrados los cupaires, sus cachorros de Arran, los CDR y, como se ve, algunos elementos de ERC; el matonismo que se está imponiendo en la política catalana.

¡Por favor, que vuelvan los profesionales!