Yo quisiera firmar un acuerdo de paz con el príncipe de Mónaco y la reina de Holanda, pero la paz se firma con los enemigos y Arafat es el principal enemigo”. Esta fue una lapidaria frase que dejó acuñada Isaac Rabin, quien después de participar en la guerra de los Seis Días (1967) acabó negociando los acuerdos de Oslo con Palestina y obtuvo el Nobel de la Paz en 1994. Aunque la metáfora del líder sionista pertenece al siglo pasado, su vigencia es máxima. Trasladada a nuestro pequeño microcosmos catalán la podrían haber pronunciado Josep González, presidente de Pimec, y Josep Sánchez Llibre, máximo responsable de la patronal Foment del Treball.

Ambas organizaciones empresariales suscribieron la semana pasada un pacto que sella de forma momentánea una tregua en la batalla que ambas mantenían desde tiempos inmemoriales. Más que una paz definitiva y duradera, existe quien interpreta que lo rubricado ante la Generalitat de Cataluña no es más que un armisticio, un alto el fuego temporal, cuyo alcance real y evolución efectiva será imposible de evaluar más que con el paso del tiempo.

Ese acuerdo pone fin a unas hostilidades patronales por la representatividad que vienen de lejos y en las que todas las partes disponen de poderosas razones para defender sus posiciones. Foment es una patronal histórica, que actúa como cúpula representativa de multitud de sectoriales, territoriales y gremios de actividad. Ya en el siglo XVIII estaba activa y era la defensora de los intereses de los industriales catalanes ante administraciones diversas que se han sucedido en la historia. Esa tradición y sustrato histórico había sido hasta ahora un arma de doble filo en su gestión. Quienes la han representado en los últimos años han apelado de manera principal a la historia y a los derechos adquiridos más que a la realidad del tejido empresarial, a su morfología y transformación en las décadas más recientes.

Pimec es una patronal mucho más joven. Nace de los intentos del nacionalismo catalán por poseer una entidad de representación empresarial que ayudara a construir un marco empresarial nacional, entendido sólo como catalán. Jordi Pujol fue su gran impulsor, primero por promover y financiar desde 1990 la original Pimec del malogrado Agustí Contijoch y, más tarde, por alentar su fusión con una asociación más activa, Sefes, procedente en sus orígenes de las comarcas y poblaciones industriales del Llobregat. No fue hasta 2003 que Pimec adoptó su actual fisonomía, más activa en la prestación de servicios a las pequeñas y microempresas del país que en la dimensión lobística que siempre ha desarrollado con mayor solvencia Foment.

Con la milonga del procés se abortaron todos los intentos de fusión, integración, colaboración y noviazgo que ambas instituciones habían acometido unos años antes. Foment se hizo claramente constitucionalista y defendió la independencia del mundo de la empresa del poder político (salvo algunos devaneos iniciáticos de su anterior presidente, Joaquín Gay de Montellà, con los focos públicos del entorno de Artur Mas). Pimec, por el contrario, prefirió coquetear con la ambigüedad de los discursos políticos soberanistas y en ese tiempo abrazó el discutible derecho a decidir, aunque sin echarse en brazos del independentismo de manera absoluta. Sus vaivenes dieron alas a algunos que persiguieron colarse en la organización para radicalizarla aún más y, después de algún susto interno, González pudo deshacerse de los empresarios extremistas que no sólo seguían la extraña estrategia procesista de Artur Mas, sino que aspiraban a convertir esa patronal en un instrumento más para la consecución de su utópica república y del ansiado estado propio.

Los años del procés han sido ejercicios en los que ambas asociaciones han vivido muchas horas pendientes de los juzgados. El Ejecutivo nacionalista se inventó una ley de representatividad que pretendía arbitrar entre sindicatos y patronales de manera principal para hacer objetivable el generoso reparto de fondos públicos que reciben unos y otros. Todos ellos justifican esas cuantiosas aportaciones en virtud de la colaboración que mantienen con la administración autonómica en foros, mesas, consejos y otro tipo de parafernalia gubernamental en la que, supuestamente, se dilucidan las políticas de perfil o consecuencias económicas que desarrollan los gobernantes autonómicos. En síntesis: lo que ha centrado la lucha era por un lado el reparto de fondos públicos y, por otro, las distribuciones de las sillas y cargos representativos.

Al final, Foment y Pimec han aceptado que la primera representa al 58% del tejido empresarial y la segunda al 42%. Dentro de 10 años lo ajustarán a un 55-45%. Estamos, por tanto, ante un acuerdo que podría describirse de virtual paridad entre una y otra organización. Incluso apelaron a la unidad de acción, un formato de actuación que funcionó relativamente bien en el ámbito sindical durante algún tiempo y que, en el caso catalán, se quebró cuando UGT se echó en manos del soberanismo como organización, aportando incluso miembros al Govern secesionista, algo de lo que CCOO decidió alejarse.

El pacto ha sido posible de manera fundamental gracias al cambio en la dirección de Foment del Treball. Josep Sánchez Llibre, su actual presidente, acumula una larga historia en la política que no es ajena a Pimec. De hecho, de sus tiempos como primer representante de la gestoría de Convergència i Unió en el Parlamento español, nace la llamada Plataforma contra la Morosidad y las leyes que se promovieron gracias al impulso que Pimec dio a esa iniciativa. Él fue en gran medida el hombre capaz de darle brillo y esplendor a la que posiblemente es la mejor contribución de la patronal catalana de las pymes para sus asociados. La segunda razón poderosa para el acuerdo estriba en la necesidad de ambas patronales por dar sentido futuro a su existencia en un contexto en el que algunas costumbres y tradiciones se someten al escrutinio popular sin recabar grandes adhesiones. Véase el papel actual de los sindicatos, sin ir más lejos.

Con generosidad (pudo haber librado una nueva batalla judicial con impugnaciones, recursos y otras artimañas que hubieran prolongado la solución otra década), Sánchez Llibre ha sido competente para convencer a González de la necesidad de caminar en una misma dirección, aunque sea por vías distintas. De eso fueron incapaces Juan Rosell o Joaquín Gay de Montellà, pero también Eusebi Cima, un empresario de Terrassa que pululaba por los pasillos de Via Laietana y fue una auténtica pesadilla para los dirigentes de la patronal del nacionalismo moderado. El egarense fue más nacionalista que ellos y menos moderado en sus formas mientras impulsaba una entidad periférica, Cecot, capaz de desarrollarse gracias al negocio artificial e implícito de la representatividad a las empresas.

Que el acuerdo suscrito deba considerarse una inflexión en la guerrilla social y política que vive Cataluña y que tanto afecta a su sociedad civil tampoco debe llamar a engaño, pues permanece latente un sustrato de hostilidad entre las dos instituciones que será difícil restañar de manera inmediata. No es menor, en cualquier caso. Tiene la virtualidad, eso sí, de que debe ser la primera cuestión que supone una aportación positiva a un escenario autonómico de desgobierno, descontrol y mirada alejada de la realidad empresarial. Prueba de que las heridas aún no han cicatrizado puede localizarse en cómo Foment y Pimec comparecen a las elecciones de las cámaras de comercio catalanas: por separado y con apoyos a candidatos diferentes y que defienden posiciones distantes.

En la Cataluña de guerrillas que nos ha tocado en suerte vivir, el pacto entre Sánchez Llibre y González es una buena noticia para el conjunto del tejido productivo, pero nadie debería olvidar cómo interpretaba Rabin algunos acuerdos que promovía y pretendían destensar los conflictos: la paz, el armisticio, el alto el fuego, pese a quien pese, sólo se pactan con los enemigos.