La ascensión de Quim Torra a la presidencia de la Generalitat es una buena noticia. No es que me alegre de que un xenófobo supremacista se ponga al frente del Gobierno autonómico de Cataluña. Pero sí me parece positiva su sinceridad, pues ayuda a hacer entender --a quien aún no se había enterado-- que el nacionalismo catalán es xenófobo y supremacista.

En realidad, siempre lo fue. Torra no es más que un Pujol o un Artur Mas sin máscara. Basta recordar las palabras del padre del catalanismo contemporáneo poco antes de dedicarse a la política: "El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido, [...] es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad".

Este texto fue escrito en 1958, cuando Pujol tenía 28 años. Pero lejos de ser “un artículo de juventud”, como apuntaba recientemente Enric Juliana, el propio Pujol lo incluyó en otro libro publicado en 1976, cuando el ex molt honorable era ya un talludito señor de 46 años.

Una vez en la presidencia de la Generalitat, Pujol fue consciente de la limitación de sus fuerzas y entendió que ofrecer una cara amable y actuar como un pactista era lo mejor para que su proyecto nacionalista avanzase, y así lo hizo. Por pragmatismo, no por convicción. Y muchos dentro y fuera de Cataluña le creyeron. Creyeron ingenuamente que existía un nacionalismo moderado.

De igual forma, sorprende que se le eche en cara a Quim Torra su admiración por los terroristas torturadores y filofascistas hermanos Badia y se pase por alto que el propio Oriol Junqueras, a quien algunos tildan --¡agárrense!-- de moderado, también participaba entusiasmado en sus homenajes. O que el bueno de Josep Rull pidiera una calle en Barcelona para honrar la memoria de estos angelitos.

En todo caso, ahora, el nacionalismo secesionista ha salido del armario. Probablemente se ha equivocado precipitando su estrategia. Era demasiado pronto. La independencia de Cataluña está hoy tan lejos o más que hace diez años. Ha fracasado en su objetivo final pero ha dejado una Cataluña fracturada, enfrentada, envenenada y camino del empobrecimiento.

Y, lo que es más importante, el nacionalismo no dará un paso atrás.

Más vale que los catalanes no nacionalistas, el resto de los españoles y, sobre todo, los dirigentes de los principales partidos nacionales lo acepten cuanto antes. Si de verdad están dispuestos a derrotarlo democráticamente, deben asumir que con el nacionalismo no hay nada que pactar, no hay nada que negociar.

Si alguien cree que con nuevas cesiones o con una reforma constitucional en clave federal se va a convencer a los nacionalistas de que cumplan la ley, va listo. Las democracias occidentales no negocian ni pactan con los xenófobos ni con los supremacistas, los combaten sin descanso con todas las herramientas que ofrece el Estado de derecho.

Así las cosas, no parece razonable centrar el debate en si debe aplicarse un 155 más intenso. Eso es cada vez más evidente. La cuestión es si el 155 debe ser indefinido o durar cinco años, diez, una generación o dos. Porque, no se equivoquen, esto va para largo.