Los nervios están a flor de piel en la política española. El lunes pasado, Josep Borrell quiso elogiar la talla que el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, ha adquirido desde que estalló el conflicto bélico. Y para hacerlo sin entrar en referencias demasiado concretas lo comparó con Viktor Yanukovich, su antecesor que huyó del país escondido en un coche.

El independentismo catalán, convencido de ser el ombligo del mundo, puso el grito en el cielo. Se dio por aludido en la figura del fugado Carles Puigdemont, que dejó plantado a su Govern y tomó las de Villadiego escondido en el maletero de un automóvil, una versión que curiosamente ha sido desmentida por el propio expresident, pero que su reacción en este episodio viene a confirmar.

Una vez innecesariamente aclarado el entuerto por el propio Borrell, cesaron las quejas victimistas y, conscientes de haberse puesto en ridículo, callaron.

Acaba de pasar algo semejante en Madrid a propósito del anuncio del Gobierno sobre el cambio de nombre de la estación de Atocha, que pronto pasará a llamarse también de Almudena Grandes. Parecido a lo de Barajas, que se apellida Adolfo Suárez, y El Prat, también rotulado como Josep Tarradellas.

Nadie ha dejado de referirse a estas instalaciones por su nombre tradicional sin demérito del deseo del Gobierno de turno de rendir homenaje a esas personalidades. No parece, de momento, que vaya a suceder como con el aeropuerto Idlewild, de Nueva York, que fue rebautizado JFK, nombre con el que se le conoce desde entonces.

A pesar de la previsible escasa trascendencia del cambio, sólo aludir a la escritora madrileña fallecida hace tres meses ha provocado numerosas y airadas reacciones. La más sonada ha sido la de Isabel Díaz Ayuso, que ha metido la pata demostrando que no sabía de qué hablaba cuando se refería a Atocha. Otro tanto hizo el senador popular Rafael Hernando, que demostró desconocer que la estación de Chamartín se apellidará Clara Campoamor, según decidió el Gobierno hace ya año y medio.

Parece que sean provocaciones pensadas para que otros muerdan el anzuelo, sobre todo en el caso madrileño habida cuenta de la que se montó con el nombramiento de la novelista como hija predilecta de la ciudad. Por la reacción de su viudo, tanto entonces como ahora, podríamos deducir que ella estaría encantada con el uso partidista de que es objeto por parte de la izquierda.

Pero sería un error decir que contribuye a engrandecer su figura como escritora y, mucho menos, a facilitar la convivencia. Es más, si buena parte de su obra --al menos los cinco volúmenes de Episodios de una guerra interminable-- estuvo dedicada a denunciar el maltrato de los vencedores en la posguerra no parece muy coherente usarla como acicate para incitar a los oponentes políticos.

Carlos Ruiz Zafón, autor de La sombra del viento, el tercer libro escrito en español más vendido de la historia, murió hace menos de dos años en Los Ángeles; sus restos reposan en Barcelona, el escenario de la mayor parte de su obra. La ciudad le rindió un homenaje póstumo de reconocimiento, pero nadie ha utilizado su nombre para democratizar el nomenclátor ni para rebautizar una infraestructura. Es obvio que es demasiado prematuro pese a sus méritos. 

¿No sería sensato hacer lo mismo con Almudena Grandes? ¿Acaso no hay nombres de mujeres merecedoras del reconocimiento público cuya memoria concite más consenso, aunque solo sea por el efecto apaciguador del paso del tiempo?