El escrito de acusación de la Fiscalía contra los encausados por impulsar el intento de secesión unilateral del año pasado es impecable. Al contrario de lo que opinadores y medios independentistas --y algunos terceristas, entre los que se encuentran figuras mediáticas del ámbito judicial-- denuncian, el texto no inventa ni construye ningún relato, se limita a describir hechos. Unos hechos que, además, son incuestionables.

Serán los jueces quienes dictaminen si esos hechos constituyen o no delitos pero, repasando el relato descrito --que no inventado ni construido-- por la Fiscalía, esta tenía poco margen para llegar a unas conclusiones diferentes a las que ha llegado.

Es evidente que los acusados “dirigieron, promovieron y/o participaron activamente en la ejecución de una estrategia perfectamente planificada, concertada y organizada para fracturar el orden constitucional con el fin de conseguir la independencia” de Cataluña. De hecho, el propio Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña --presentado por la Generalitat en 2014-- ya anunciaba todos los pasos y preveía, según recuerda la Fiscalía, la necesidad de las movilizaciones ciudadanas multitudinarias para “oponerse --con todos los medios a su alcance, incluida la violencia en un caso extremo-- al cumplimiento de las órdenes judiciales encaminadas a imposibilitar la celebración del referéndum declarado inconstitucional y del que dependía la declaración de independencia”.

Es evidente que para aplicar el plan “contemplaban la utilización de todos los medios que fueran precisos para alcanzar su objetivo, incluida --ante la certeza de que el Estado no iba a aceptar esa situación-- la violencia necesaria para asegurar el resultado criminal pretendido, valiéndose para ello de la fuerza intimidatoria que representaban, por una parte, la actuación tumultuaria desplegada con las grandes movilizaciones ciudadanas instigadas y promovidas por ellos, y por otra parte, el uso de los Mossos d’Esquadra como un cuerpo policial armado e integrado por unos 17.000 efectivos aproximadamente que acataría exclusivamente sus instrucciones --como así sucedió-- y que, llegado el caso, podría proteger coactivamente sus objetivos criminales, sustrayéndole así al cumplimiento de su genuina función de guardar y preservar el orden constitucional”.

Es evidente que el 20S, ante la Consejería de Economía, los promotores del procés acudieron “a la movilización ciudadana como elemento de presión, así como a la ejecución de actos de fuerza, de intimidación y de violencia, entorpeciendo gravemente el ejercicio de la función jurisdiccional”. La “muchedumbre” destrozó siete vehículos de la Guardia Civil, tiró objetos a los agentes. Hubo ataques a más vehículos policiales en otros registros en la Consejería de Exteriores, en casa de Josep Maria Jové y en Berga, además de cercar los cuarteles de Manresa y Reus. Todo ello mientras los Mossos ignoraron las peticiones de refuerzos policiales para “proteger a quienes estaban cumpliendo un mandato judicial”.

Es evidente que en los días posteriores hubo concentraciones ante el TSJC para exigir la liberación de los detenidos, asedios al cuartel de la Guardia Civil de Travesera de Gracia, “concentraciones hostiles” ante los cuarteles de la Guardia Civil en Manresa y Sant Andreu de la Barca, Canovelles y Ripoll, se lanzó un objeto incendiario contra el cuartel de la Guardia Civil de Igualada e incluso el presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, paró a un coche de la Guardia Urbana y le quitó los carteles que había requisado a un grupo de activistas independentistas.

Es evidente que, durante las semanas previas al 1-O, los acusados, “plenamente conscientes de la ilicitud del proceso de secesión que venían impulsando, de la patente ilegalidad de la iniciativa referendaria y de la altísima probabilidad de que se produjeran incidentes violentos, como los que habían sucedido el 20 de septiembre, hicieron reiterados y continuos llamamientos públicos --mediante entrevistas, en actos públicos y a través de las redes sociales-- a la movilización de la ciudadanía para que acudiera a votar, para proteger los centros de votación y evitar que las fuerzas de orden público cumplieran con su misión de cerrar los centros e incautar el material electoral”.

Es evidente que el 28 de septiembre los responsables de los Mossos d’Esquadra advirtieron en una reunión a Puigdemont, Junqueras y Forn de que “era altamente probable que se produjera una escalada de violencia” y aconsejaron suspender la votación ilegal, pero los principales dirigentes autonómicos decidieron seguir con ella.

Es evidente que el 1-O los Mossos d’Esquadra incurrieron en “inacción” y “pasividad” y que, con la excusa de actuar con proporcionalidad, se dieron “instrucciones que, en realidad, neutralizaban por completo el cumplimiento de la orden judicial dictada por el TSJC”. Además, se hicieron públicos los detalles de su operativo, lo que permitió a la ANC y Òmnium Cultural organizar la ocupación de los colegios antes de que llegaran los agentes de la policía autonómica. Y hubo mossos que se enfrentaron a policías nacionales y guardias civiles para impedir que clausuraran algunos colegios. Es decir, los Mossos d’Esquadra “antepusieron las directrices políticas recibidas del Govern de la Generalitat al cumplimiento de la ley y del mandato judicial que prohibía su realización”.

Es evidente que el 1-O los acusados hicieron todo lo que estuvo en sus manos para incumplir el mandato judicial, quebrantar la legalidad y “celebrar a toda costa” el referéndum secesionista del 1-O “valiéndose para ello de la población civil”, a pesar de la “experiencia de los actos violentos” del 20S y los días posteriores y de las advertencias de las autoridades policiales.

Es evidente que el 1-O hubo “agresiones” a las fuerzas de seguridad que trataban de cumplir la orden judicial por parte de ciudadanos que se enfrentaron a ellas. Que hubo “resistencia grave” y “enfrentamiento y violencia” en muchos colegios que produjeron lesiones a numerosos agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil. En concreto, 93 agentes debidamente identificados fueron víctimas en una cuarentena de colegios de lanzamiento de objetos --como vallas metálicas y piedras--, patadas, puñetazos, sillazos, golpes, intentos de atropello, persecuciones multitudinarias...

Es evidente que, tras el 1-O, “continuaron los actos de acoso continuo a la Guardia Civil y la Policía Nacional”, incluso en sus hoteles. Y que hubo más actos de hostigamiento que incluyeron dos centenares de cortes de vías férreas y carreteras, y formación de barricadas y concentraciones de asedio ante las delegaciones del Gobierno en Cataluña.

Es evidente, en suma, que hubo un “levantamiento generalizado, salpicado de actos de fuerza, agresión y violencia”. En definitiva, que los acusados se alzaron violenta y/o tumultuariamente para declarar la independencia de una parte del territorio nacional o, cuando menos, para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes y/o resoluciones judiciales. Es lo que el Código Civil tipifica como rebelión o sedición.

Lamentablemente, buena parte de los que realizan una lectura light de lo ocurrido justifican su interpretación no tanto en los hechos acontecidos sino en que una condena contundente no ayudará a superar el problema catalán. Según ese planteamiento, no importa si los líderes del procés cometieron determinados delitos sino que la justicia debe valorar si condenarlos por esos delitos descontentará al nacionalismo y lo enrabietará.

Afortunadamente, la Fiscalía no ha sucumbido a estas presiones, impropias de una democracia occidental.