Celebrar otro referéndum independentista ilegal, desarmar a los Mossos y ser complacientes con los okupas. Estos son los puntos nucleares del preacuerdo alcanzado este domingo entre ERC y la CUP para que los antisistema apoyen la investidura de Pere Aragonès como presidente de la Generalitat.

Podemos concluir sin miedo a equivocarnos que ERC se ha quitado la careta. Al menos, frente a quienes todavía consideraban que el partido de Junqueras representaba al secesionismo moderado o al separatismo razonable, pragmático y posibilista.

¿De verdad la prioridad es retomar la senda del desafío al Estado de derecho (“embate democrático”, lo llaman) después del rotundo fracaso del procés? ¿Es adecuado debilitar a la policía autonómica cuando la violencia en las calles ha alcanzado niveles nunca vistos antes? ¿Es sensato deteriorar --aún más-- las herramientas legales existentes para echar de tu casa a quienes se cuelan en ella por la cara, con Cataluña liderando el ranking de usurpaciones de inmuebles (y doy fe en primera persona de esta lacra)?

Y todavía falta cerrar la negociación de ERC con JxCat, lo que, sin ninguna duda, supondrá otra vuelta de tuerca más hacia la radicalidad (incluyendo algún tipo de cargo o reconocimiento oficial para el expresident fugado Carles Puigdemont), aunque la batalla principal entre ellos radique en el reparto del poder (con sus prebendas y canonjías).

Tienen razón los socialistas cuando se defienden de las críticas del PP respondiendo que Rajoy es el único presidente al que los nacionalistas le montaron un referéndum de secesión (en realidad, le montaron dos: los de 2014 y 2017). Sin embargo, como se descuide, Sánchez puede igualar a su antecesor en tamaña proeza. Y eso que estos son socios suyos en el Congreso.

Visto lo visto, no queda más remedio que admitir que el efecto Illa ha sido un fiasco. No es que el PSC no haya conseguido reconducir a ERC hacia el camino de la cordura, es que cada vez son más extremistas. De hecho, apenas tardaron unas horas en responder con un portazo al SOS que los empresarios lanzaron hace tres semanas a los políticos para que trabajen por la estabilidad institucional y la recuperación económica.

Y es que a veces se nos olvida quiénes están al frente de ERC. Oriol Junqueras es el tipo que hace unos años amenazó con paralizar la economía catalana para forzar al Estado a aceptar la celebración de un referéndum. Marta Rovira (número dos del partido y fugada en Suiza) es la que, entre sollozos --los mismos con los que unos días después prometía que llegarían “hasta el final, hasta el final”--, presionó a Puigdemont el 26 de octubre de 2017 para que no convocara elecciones y declararse la independencia, como hizo al día siguiente. Una presión a la que se sumó Gabriel Rufián acusándole de traidor con su famoso “155 monedas de plata”. Aragonès (futuro presidente de la Generalitat) es el que, como líder de las juventudes de ERC, promovió la campaña del “España nos roba”. Josep Maria Jové (presidente del grupo parlamentario) es el que muñía todos los pasos del procés y los recogía en su célebre Moleskine (prueba de cargo contra los condenados por sedición). Y Lluís Salvadó, otro de los confabuladores de la trama golpista, es el que proponía elegir como consejera de Educación a “la que tenga las tetas más gordas”.

No parece que ninguno de ellos tenga nada que envidiar en fanatismo a los Puigdemont, Torra, Laura Borràs, Jordi Sànchez, Josep Costa, Rull, Turull, Comín, Cuixart y compañía.

Indignarse ahora al constatar que ERC está mucho más cerca de la CUP de lo que muchos pretendían es un ejercicio inútil. Pero, sobre todo, es temerario creer que no serán capaces de cumplir --o, al menos, intentarlo-- los pactos con los antisistema.