Ayer era fiesta en Madrid. La capital de España libra y su influencia mueve a todo el país a la media jornada. Pasa lo mismo cuando llueve o nieva en Rascafría: el resto del país se siente abrumado por una ola de frío imaginario en todos los mapas del tiempo y en las imágenes de las televisiones.

A veces, sin embargo, aflora una sensibilidad de país, de nación de naciones. Ayer, sin ir más lejos, los medios de comunicación españoles se tomaron en serio, mucho, el debate del Parlament catalán. Es la primera consecuencia de lo que sucede en Barcelona: Madrid, como símbolo y representación del resto de España, ha asumido que lo viene no es ninguna tontería.

Algún programa radiofónico español retransmitió en directo (con traducción simultánea) las intervenciones del pleno parlamentario catalán. Ese inédito e insólito proceder pone de manifiesto que más allá del Ebro se ha tomado conocimiento, por fin, de que existe un problema del que no deben abstraerse.

En algo, hay que ser sinceros, ha vencido el nacionalismo: ha conseguido trasladar al conjunto de la sociedad sus reivindicaciones y obligar a todos a tomar consciencia y posición sobre una actitud crítica regional que debe considerarse. Ha utilizado la amenaza de desobediencia y de unilateralidad con efectos inmediatos.

Otra cosa diferente es que quienes aspiran a ser escuchados intenten hacerlo con desacatos, incumplimientos o actitudes supremacistas. Porque si todos tenemos derecho a expresarnos, nadie debería hacerlo al margen del resto.

Y un asunto aún más importante es qué pasará después, dentro de unas semanas o unos meses. Porque hasta hoy sabemos más o menos lo que no sucederá, pero el futuro, en cambio, es más impredecible políticamente que un tiempo atrás.